Mañana cumplo un año de haber regresado al punto de partida primigenio, de redescubrir una gran cantidad de cosas casi olvidadas, de revivir momentos y sensaciones que estuvieron esperando pacientemente su momento para salir nuevamente a la luz y manifestarse y también de encontrarme nuevamente con fantasmas grandes y pequeños que nunca abandonaron mi mente pero que al estar lejos de esa fuente de energía que les alimentaba, aplacaron sus ánimos y se mantuvieron hibernando hasta ahora.
He sido testigo de muchas transformaciones, exteriores e interiores. De esperas desesperadas, de reencuentros inesperados, de sentimientos encontrados y sobre todo, de finales: la mayoría abruptos y muy tristes. Otros más sutiles pero igual o más emotivos. Lo que me queda de estas experiencias es una sensación de fragilidad y mortalidad muy acusada, del desvanecimiento de ese complejo de inmortalidad en el que se nos hace creer que debemos vivir permanentemente. Y en el fondo, una tristeza por lo que ha dejado de ser, por lo que se va, por lo que vuelve transformado, por el miedo, por lo desconocido, por los falsos apegos, por la nostalgia.
Es como si la vida se empeñara en mostrarme que esta dimensión es algo transitorio y pasajero, que no soy este cuerpo, que hay algo más allá, que el apego sólo genera sufrimiento, que es tiempo de liberarse, que los viejos paradigmas ya no sirven y que es hora de inventar nuevos, así el pánico me invada, que es un buen momento para escucharme y hacerme caso, como dice un buen amigo, y que recuerda en cada momento que todo lo que comienza acaba en algún momento, así me empeñe en creer que no es así mirando inocentemente hacia otro lado.
Es curioso: tenía en la cabeza la palabra del título de esta nota hace muchos días, sin embargo algo me había impedido sentarme a plasmar estas ideas de una vez por todas. Algo está ocurriendo y parece que es hora de ir hasta el final del tunel, sin importar mucho lo que suceda alrededor…