Sprinting Slowly

Por estos días recordé una anécdota que escuché hace unos cuantos años, tal vez por el hecho de que hemos retomado con Marcela el hábito de practicar frisbee, más bien irregularmente debo decir, pero que creo explica muy bien ciertas situaciones que ocurren cada tanto en la vida, donde como dice el dicho, más vale maña que fuerza:

Un conocido ya entrado en años estaba paseando por las calles de Barcelona, visitando la ciudad por segunda o tercera vez en una zona muy concurrida, cuando de un momento a otro alguien se le acerca tomándolo por un viejecito indefenso y le arrebata su billetera en un descuido. El ladrón sale corriendo entre la gente y para su sorpresa, se da cuenta que su víctima comienza a perseguirlo a buen ritmo. Sorprendido, el caco intenta correr más rápido y perderse entre la multitud infructuosamente. Aún más confundido, aprieta aún más el paso y toma calles secundarias con la esperanza de que su inesperado perseguidor se agote y lo deje en paz con su botín, cosa que no ocurre.

Así que después de un buen rato, el amigo de lo ajeno, un sujeto más bien joven y atlético, sucumbe al cansancio; mi conocido le da alcance y le reclama que le devuelva lo sustraído, a lo que el frustrado carterista accede casi sin resuello y no puede evitar preguntarle cómo una persona de su edad pudo haberlo superado de esa forma, a lo que el protagonista de esta historia responde: “Fue sencillo, he sido campeón nacional de frisbee en mi país durante muchos años…”

La moraleja, si es que se puede llamar así a la conclusión de esta pequeña historia, es que gracias a su preparación previa y sobre todo, su paciencia y persistencia, mi amigo pudo hacer algo que se antoja imposible en la mayoría de las situaciones. Esto, creo, se extrapola a todos los escenarios que enfrentamos cada día, donde muchas veces creemos que un esfuerzo inicial descomunal de fuerza bruta producirá un resultado contundente en corto tiempo y que el inconveniente se solucionará de manera rápida y definitiva, cosa que normalmente no ocurre así, porque las cosas se desarrollan de manera irregular y no lineal.

En otras palabras, y esto es algo ha estado ocurriendo últimamente en muchos ámbitos de mi vida, es mejor ir a un paso sostenible si el viaje es largo y complejo, que intentar salir corriendo y quedarnos sin aliento al poco tiempo, porque casi todo lo que pasa se puede equiparar con una carrera de fondo más que con un sprint, en la que la cadencia elegida nos debe permitir ir a un compás que nos posibilite llegar al final sin demasiados inconvenientes…

En tránsito

Voy a “pedirle prestada” la frase a mi amiga Ruth, porque creo que viene muy bien para explicar lo que me está pasando en estos tiempos. Desde la vuelta a casa, he tratado, de la mejor forma posible, de adaptarme, o debería decir mejor, de “readaptarme” al ritmo de vida cotidiano del país. Y no voy a utilizar ningún adjetivo como “acelerado”, “frenético” ni nada parecido, porque finalmente he entendido que la velocidad de la vida la ponemos nosotros mismos, y no el entorno que nos rodea. Si bien es cierto que hay que invertir una cantidad extra de energía para no dejarse “arrastrar” por la inercia y lo que está asumido por todos y todas las demás, me he dado cuenta que es posible, aplicando la técnica del junco, es decir, adaptándose sobre la marcha a lo que ocurre, sin oponerse a las cosas que no tienen importancia.

Sin embargo, la mente y el cuerpo han cambiado. La percepción de la realidad no es la misma que hace casi 12 años, época en la que decidí dejarlo todo atrás para emprender un camino que no había sido hollado antes por nadie de mi entorno cercano. El renunciar al status y a la aparente comodidad de tenerlo todo relativamente resuelto: una carrera profesional con algo de futuro, un lugar donde vivir, una pareja y un tren de vida que se ajustaba bastante bien a las expectativas y experiencias pasadas de quienes me rodeaban, por la inquietud y el desasogiego que me producía el vivir en una sociedad donde la inseguridad, la impunidad, el valorar la trampa por encima del trabajo, y la presión por el logro y el éxito se medían (y se miden) por la cantidad de dinero que tienes en el banco y del que puedes disponer.

¿Qué me he encontrado ahora? De todo un poco. Sin embargo, la tónica general es la de las deudas, el agobio económico, la búsqueda frenética de la formula mágica que permita dejar de trabajar de una vez por todas y dedicarse a hacer algo (no sé muy bien qué específicamente), sin preocuparse por los billetes y las monedas. El materialismo campa rampante por la mayoría de lugares y sigue siendo muy válido aquello de “amigo cuanto tienes, cuanto vales”.

¿Qué me espera? No lo sé con certeza. Sin embargo, por primera vez en mucho tiempo, me siento libre para escoger qué quiero hacer, donde y de qué forma. De alguna manera, los miedos que tenía en el pasado se van diluyendo, y aunque soy consciente de que “vivir del aire” no es una opción, las posibilidades ahora son mayores y de alguna forma, más esperanzadoras que simplemente el resignarse a consumirse en un trabajo rutinario totalmente alejado de los sueños y los anhelos verdaderos, persiguiendo una felicidad que no llega nunca.

Hay que tener paciencia y seguir explorando, que es al fin y al cabo, para lo que vinimos aquí…

A ciegas

La vida no termina nunca de sorprenderme. Las múltiples vueltas y revueltas que da, los atajos y caminos ocultos que escoge para llegar a lugares insospechados siempre me han fascinado y aterrorizado a la vez. Últimamente más lo segundo que lo primero. La sensación es como la de paceder una especie de ceguera temporal, el no poder ver hacia donde me dirijo, aún teniendo una idea bastante clara del destino final y del resultado a obtener.

Sin embargo, el proceso está siendo más duro de lo que pensaba y el no poder ver o sentir con claridad alguna sensación real de avance me hace cuestionar y pensar gravemente todos y cada uno de mis pasos: ¿Debo esperar resultados inmediatos? ¿Sigue siendo la paciencia una virtud imprescindible? ¿La actitud correcta es la de agresividad sin importar los medios para conseguir el resultado? ¿O debo más bien confiar en que el universo conspira a mi favor al leer en mi mente el destino final al que quiero llegar?

Hasta ahora, todas estas preguntas siguen sin respuesta. El camino se llena de encrucijadas que crecen por momentos, sólo paliadas por las acciones automáticas o rutinarias, que me hacen sentir, aunque sea por un breve instante, que de alguna manera, estoy caminando y moviéndome. Aunque esto último genera otra pregunta: ¿Es necesario moverse o el mundo se mueve alrededor mío?

Douglas Harding sostenía que el “Gran Almacén”, de donde salen todas y cada una de las supuestas realidades que plagan nuestra vida, puede abrirse y cerrarse a voluntad, y que simplemente somos testigos del surgimiento y desaparición de lo que ocurre a nuestro alrededor. Me gusta la idea, sin embargo, a muchos de quienes me rodean en esta nueva realidad en la que he decidido vivir, al menos por un tiempo, les parece una tontería sin sentido, inmersos/as como están en la carrera sin fin del caballo en busca de la zanahoria, persiguiendo una felicidad que les es esquiva siempre y confiando que el mantenerse en actividad perpetua les permitirá, como a los tiburones, seguir con vida y no morir ahogados bajo el peso del insoportable tedio en el que hemos convertido la vida contemporánea.

Nintai

A veces, cuando pienso que las cosas no funcionan, mi mente se descontrola y comienza a crear una amplia gama de escenarios, cada cual más catastrófico y negro, que va proyectando ante mis ojos como un sombrío aviso de lo que puede esperarme. Sin embargo, al cerrar y volver a abrir los ojos, me percato de que estos pensamientos son como fuegos artificiales: mucha luz, color y ruido y un segundo después, nada de nada. Y ahí me centro en la realidad: lo que tengo delante, que es lo único que existe en ese momento. La paciencia es la clave y una virtud imprescindible, aunque a veces cueste trabajo caminar a su ritmo, que en ocasiones se me hace extenuantemente lento…