La vida no termina nunca de sorprenderme. Las múltiples vueltas y revueltas que da, los atajos y caminos ocultos que escoge para llegar a lugares insospechados siempre me han fascinado y aterrorizado a la vez. Últimamente más lo segundo que lo primero. La sensación es como la de paceder una especie de ceguera temporal, el no poder ver hacia donde me dirijo, aún teniendo una idea bastante clara del destino final y del resultado a obtener.
Sin embargo, el proceso está siendo más duro de lo que pensaba y el no poder ver o sentir con claridad alguna sensación real de avance me hace cuestionar y pensar gravemente todos y cada uno de mis pasos: ¿Debo esperar resultados inmediatos? ¿Sigue siendo la paciencia una virtud imprescindible? ¿La actitud correcta es la de agresividad sin importar los medios para conseguir el resultado? ¿O debo más bien confiar en que el universo conspira a mi favor al leer en mi mente el destino final al que quiero llegar?
Hasta ahora, todas estas preguntas siguen sin respuesta. El camino se llena de encrucijadas que crecen por momentos, sólo paliadas por las acciones automáticas o rutinarias, que me hacen sentir, aunque sea por un breve instante, que de alguna manera, estoy caminando y moviéndome. Aunque esto último genera otra pregunta: ¿Es necesario moverse o el mundo se mueve alrededor mío?
Douglas Harding sostenía que el “Gran Almacén”, de donde salen todas y cada una de las supuestas realidades que plagan nuestra vida, puede abrirse y cerrarse a voluntad, y que simplemente somos testigos del surgimiento y desaparición de lo que ocurre a nuestro alrededor. Me gusta la idea, sin embargo, a muchos de quienes me rodean en esta nueva realidad en la que he decidido vivir, al menos por un tiempo, les parece una tontería sin sentido, inmersos/as como están en la carrera sin fin del caballo en busca de la zanahoria, persiguiendo una felicidad que les es esquiva siempre y confiando que el mantenerse en actividad perpetua les permitirá, como a los tiburones, seguir con vida y no morir ahogados bajo el peso del insoportable tedio en el que hemos convertido la vida contemporánea.