El otro dia reflexionaba sobre la poca materialidad que nos caracteriza desde hace unos cuantos años. Todo se ha vuelto etereo, intocable, inalcanzable e imperceptible. El adquirir un bien se ha convertido en una experiencia aséptica y totalmente impersonal. Ya no hay una interacción cercana y amigable con quien nos atendía en una tienda convencional, una conversación sobre nuestros intereses y necesidades, el preguntar sobre la historia o el origen de las mercancias en cuestión. Ni siquiera un ligero contacto físico o verbal.
Incluso si vamos a un lugar a comprar, la persona que nos atiende (si tenemos suerte) está dispersa y muy probablemente más pendiente de su artilugio tecnológico que de lo que está pasando a su alrededor. Quienes nos acercamos a su local no somos más que meras distracciones o molestias de quienes librarse de la manera más rápida posible.
El tocar, percibir con los sentidos, más allá de una pantalla o interfaz de cualquier tipo, se ha convertido en una rareza extraña. Una cuasi amenaza para la “limpieza” impoluta del ciberespacio. Preferimos muchas veces, salir del paso de manera rápida e indolora, para no desplazarnos, no incomodarnos, no complicarnos, no cansarnos, no acercarnos o no hablarnos.
Y esos lazos invisibles que nos unen sutilmente como seres humanos se van desvaneciendo sin que nos percatemos, convirtiéndonos en aún más raros los unos para los otros, e incluso en potenciales amenazas imaginarias.
Y así con todo lo demás: el entretenimiento, la (des)información, los cada vez mas complicados viajes físicos y todo lo que se les ocurra. “Es el signo de los tiempos”, diría alguien, sin embargo, no creo que el retirar ese contacto de manera forzada sea ni sano ni aconsejable, porque las cosas pasan cuando pasan y no cuando alguien decide que hay que pensar o actuar de determinada manera…