Últimamente he reflexionado algo sobre el deber y el placer, o la dudosa necesidad de “mantener el equilibrio” entre la obligación y el tiempo libre. La famosa frase “Work hard, play hard” equipara dudosamente el “esfuerzo” que supuestamente debemos hacer cuando trabajamos con su equivalente en el ocio. Como si de alguna manera hubiese una competencia entre ambos.
La incesante búsqueda del placer es lo que dirige la vida de muchos. El escapar o paliar de alguna forma la miseria en que se ha convertido el trabajo, que a pesar de ser más “ejecutivo, importante, analítico e influyente”, hecho en oficinas situadas en altos edificios de cristal en zonas exclusivas de cualquier ciudad o en la comodidad del hogar, donde se puede ir en jeans, camiseta y tenis, comer en sitios carísimos supuestamente de moda, y luego intoxicarse con cualquier veneno en el bar de turno, no deja de ser la misma, patética e interminable rueda del hamster para alimentar la ansiedad del status y una economía que ya no sabe para qué está ahí ni a quien beneficia.
Así que, para el que se percata así sea vagamente de esto, el “disfrutar” se convierte en un imperativo inamovible. El tener hobbies (ver aquí para una descripción pormenorizada del tema hecha en el pasado) es la dudosa forma de conservar la poca salud mental que queda después del desatino de la labor infructuosa y denigrante. El alejarse de la realidad a como de lugar se convierte en parte integral de la experiencia, como si fuera una obligación el desconectar, parar, relajarse y olvidar la podredumbre diaria. Ya ni siquiera se piensa en que ignorar el problema no es la solución, sino que más bien hay que concentrarse en humanizar la labor y dejar la tan manida productividad para las máquinas y los números.
Y esto no significa huir y esconderse del mundo. Vivir asustado fingiendo una actitud estoica alejado de la briega habitual porque nos viene grande sea cual sea la razón, tampoco es el camino. Aqui no nos va a salvar Dios, Buda, Supermán o Satán, por fervorosamente que recemos o imploremos. Es casi como esperar con devoción la llegada de Santa Claus / Papá Noel la noche de navidad poniendo todas nuestras esperanzas en nuestro supuesto buen comportamiento para recibir el ansiado regalo que nunca se materializa.
Seamos realistas. La vida es un trasfondo de hechos desafortunados, salpicado ocasionalmente por noticias algo menos desagradables que constituyen la “felicidad” o la “tranquilidad”, según nuestro pobre entender. Y si vivir es una obligación, por qué convertir estos fugaces momentos contrarios en un deber más? Y por otro lado, la última reflexión: Si esto ya es complicado de fábrica, por qué hacerlo aún más enrevesado con ideas / pensamientos / conceptos / proyectos e inventos varios?
Creo sinceramente que se puede vivir sosegadamente sin hacer tanto esfuerzo, y tal vez el secreto sea precisamente dejar de intentarlo con tanto ahínco y concentrarnos en lo que tenemos delante, nada más.