La banalità del bene

Tomo prestado el título de un libro muy interesante para abrir la reflexión de hoy, ya que me parece que describe a la perfección ciertas situaciones que la vida trae y que muchas veces, si no todas, no sabemos muy bien cómo manejar.

Hablando de ciertas circunstancias particulares, solemos pensar que la existencia es un espacio donde prima la felicidad y la calma,  en el que los momentos de tristeza o angustia aparecen y desaparecen a su antojo. Y una vez que esta creencia se ha asentado, organizamos nuestra vida alrededor de esa idea, buscando el placer y la satisfacción y huyendo, de mil formas diferentes, de lo que consideramos incómodo o desagradable.

El asunto es que en realidad las cosas son al contrario: el trasfondo de dolor y sufrimiento está siempre presente, salpicado aquí y allá por momentos fugaces de tranquilidad y alegría, sin embargo, nos empeñamos en reafirmar una y otra vez que el objetivo último de nuestra presencia en el plano material es el de lograr la mayor y más rápida acumulación de experiencias que exciten los sentidos y generen el más alto volumen de neuroquímicos para que nos sintamos “bien”.

Lo que ocurre luego es predecible pero nunca deja de sorprendernos: aparecen uno o varios eventos extraordinarios, en muchas ocasiones de inaudita intensidad que requieren que cambiemos por completo nuestra visión del mundo, que olvidemos nuestros patrones habituales de comportamiento y que recordemos, no siempre de la mejor forma, que “hay que hacer lo que hay que hacer”. Esto no tiene nada que ver con los trasnochados conceptos del amor incondicional, la entrega, la compasión y cualquier cosa que quieran imaginarse para tranquilizar a la febril mente y justificar o regodearse en las acciones y sobre todo, las potenciales recompensas a obtener (del sabor que se imaginen, según las creencias que tenga cada uno) por aquello que hicieron o dejaron de hacer.

Esto genera una enorme disonancia cognitiva porque surge la cuestión de donde quedó el placer y la distracción cuando pasan estas cosas? De qué sirvieron todas esas oleadas de deleite si quedamos paralizados cuando algo se sale del supuesto guión de estabilidad y serenidad en el que basamos la existencia?

Entonces ese supuesto “buen hacer”, que hemos atribuido a aquellos a quienes consideramos extraordinarios, se convierte en algo más habitual y corriente de lo que imaginamos, algo que es inherente a la vida en la tierra, que “viene de fábrica” para poder manejar los actos aleatorios que caracterizan la realidad en la que vivimos.

Nuevamente, seguimos confundiendo las cosas, ya que no nos gusta esa banalidad, y preferimos ver ciertas acciones como resultado de sentimientos profundos y sinceros, olvidando que siempre hay un interés egoista tras estas supuestas muestras de humanidad…

Nuestra presencia en este plano, así suene lapidario, se limita a resolver lo que va ocurriendo, sin usar la mente ni las creencias aprendidas, simplemente apelando a esos instintos básicos que hacen que hagamos lo que es oportuno cuando es necesario, hasta que nos percatemos de lo insoportable del dolor que experimentamos y comencemos a buscar el camino de vuelta a la fuente. Puede que suene esotérico, sin embargo, es mejor una verdad directa y contundente que el engaño masivo al que se nos somete para seguir soportando algo que es a todas luces intolerable.

Para terminar, Vernon Howard solia decir que no soltamos aquello que nos gusta, y si inferimos después de esta corta reflexión que nos hemos vuelto adictos al sufrimiento, saquen ustedes sus propias conclusiones…

 

 

Mundus alteratio, vita opinio

Últimamente he reflexionado algo sobre el deber y el placer, o la dudosa necesidad de “mantener el equilibrio” entre la obligación y el tiempo libre. La famosa frase “Work hard, play hard” equipara dudosamente el “esfuerzo” que supuestamente debemos hacer cuando trabajamos con su equivalente en el ocio. Como si de alguna manera hubiese una competencia entre ambos.

La incesante búsqueda del placer es lo que dirige la vida de muchos. El escapar o paliar de alguna forma la miseria en que se ha convertido el trabajo, que a pesar de ser más “ejecutivo, importante, analítico e influyente”, hecho en oficinas situadas en altos edificios de cristal en zonas exclusivas de cualquier ciudad o en la comodidad del hogar, donde se puede ir en jeans, camiseta y tenis, comer en sitios carísimos supuestamente de moda, y luego intoxicarse con cualquier veneno en el bar de turno, no deja de ser la misma, patética e interminable rueda del hamster para alimentar la ansiedad del status y una economía que ya no sabe para qué está ahí ni a quien beneficia.

Así que, para el que se percata así sea vagamente de esto, el “disfrutar” se convierte en un imperativo inamovible. El tener hobbies (ver aquí para una descripción pormenorizada del tema hecha en el pasado) es la dudosa forma de conservar la poca salud mental que queda después del desatino de la labor infructuosa y denigrante. El alejarse de la realidad a como de lugar se convierte en parte integral de la experiencia, como si fuera una obligación el desconectar, parar, relajarse y olvidar la podredumbre diaria. Ya ni siquiera se piensa en que ignorar el problema no es la solución, sino que más bien hay que concentrarse en humanizar la labor y dejar la tan manida productividad para las máquinas y los números.

Y esto no significa huir y esconderse del mundo. Vivir asustado fingiendo una actitud estoica alejado de la briega habitual porque nos viene grande sea cual sea la razón, tampoco es el camino. Aqui no nos va a salvar Dios, Buda, Supermán o Satán, por fervorosamente que recemos o imploremos. Es casi como esperar con devoción la llegada de Santa Claus / Papá Noel la noche de navidad poniendo todas nuestras esperanzas en nuestro supuesto buen comportamiento para recibir el ansiado regalo que nunca se materializa.

Seamos realistas. La vida es un trasfondo de hechos desafortunados, salpicado ocasionalmente por noticias algo menos desagradables que constituyen la “felicidad” o la “tranquilidad”, según nuestro pobre entender. Y si vivir es una obligación, por qué convertir estos fugaces momentos contrarios en un deber más?  Y por otro lado, la última reflexión: Si esto ya es complicado de fábrica, por qué hacerlo aún más enrevesado con ideas / pensamientos / conceptos / proyectos e inventos varios?

Creo sinceramente que se puede vivir sosegadamente sin hacer tanto esfuerzo, y tal vez el secreto sea precisamente dejar de intentarlo con tanto ahínco y concentrarnos en lo que tenemos delante, nada más.