Esta mañana estaba leyendo un artículo de Tom Hodgkinson en The Guardian sobre lo que en mi tierra llamamos el “pajareo”, es decir, andar de aquí para allá sin propósito definido, sin un plan concreto. Como muchos de ustedes sabrán, hace unos meses decidí detenerme y repensar muchas cosas de mi vida, habiéndome preparado para ello desde hacía tiempo. El proceso ha sido bastante duro, porque no sabía lo apegado que estaba a mi rutina diaria: levántate, aseo personal, desayuno, trabajo, comida, trabajo, casa, lo cual condicionaba absolutamente todo lo demás (festivos, vacaciones, fines de semana, viajes, etc). Me ha costado muchísimo frenar y desconectar, y más teniendo en cuenta que nunca había estado tanto tiempo sin “hacer nada de provecho”, léase sin un trabajo fijo o alguna actividad regular.
He experimentado muchas fases: culpa, inquietud, ansiedad, miedo, incertidumbre, pero hasta hace más bien poco, he podido ver las ventajas del no hacer nada. Cuando escribo esto, recuerdo las caras de mis amigos y familiares cuando les informé de la decisión de parar. Sus expresiones variaban desde el “qué bueno!, cómo me gustaría hacer algo así” al “qué tontería dejar un trabajo como ese para no saber que pasará después”. Confieso que me asusté. Sobre todo por que, como decía antes, nunca había estado en esta situación sin un “plan de escape”, es decir, todos nos hemos quedado alguna vez sin empleo, pero tenemos alguna estrategia para volver al mundo laboral después de un tiempo. Ahora el objetivo principal era pensar en mi, tenerme en cuenta, vivir la vida conmigo y no en torno a un trabajo o un sueldo.
Es curioso cómo a veces inconscientemente trato de darle una nueva rutina a mi vida. Es como si me diera miedo dejarme llevar y que perdiera las ganas de trabajar o algo así. Y por eso me encuentro a veces llenando los días con cosas un poco sin sentido para tener la sensación de estar “haciendo algo”: dejo mi cocina desordenada para tener que ocuparme luego de ella, paso horas y horas en el ordenador borrando basura, haciendo mantenimiento o simplemente navegando, limpio la casa varias veces, salgo a hacer recados que posiblemente podría haber hecho por teléfono o internet… Si bien es cierto que sentirse útil es bueno, si se hace compulsivamente puede generar mucho estrés.
Poco a poco he ido aprendiendo los placeres del no hacer nada. De pasearme por mi casa sin estar pensando en qué tengo que hacer después. En mirar mi agenda, ver que hay días vacios y no sentir pánico. De salir a caminar durante un rato por el simple hecho de sentir el viento en la cara. De leer sin prisas. De ver el desorden de mi estudio y no angustiarme.
De alguna manera, siento que estoy confiando en mi. Dándome un espacio para encontrar o redescubrir lo que me gusta y disfruto, sin culpa ni miedo. Dejando que las cosas fluyan. Sintiendo el afecto de quienes me quieren tal y como soy, no por mi imagen o las cosas que pueda hacer o tener. El encarar esos demonios asusta, pero libera al mismo tiempo. Me gusta poder mirar atrás y ver que gracias a todo el esfuerzo que hice durante una larga temporada, ahora puedo estar donde y como estoy. Todavía me cuesta desconectar del todo, pero creo que con el tiempo lo lograré. Y cuando me reincorpore a la loca carrera laboral en la que todos vivimos, sé que tendré un espacio, conquistado con amor y paciencia, donde podré retirarme a descansar cuando lo necesite. Ahora mismo lo estoy adecuando para disfrutarlo…