Llegan ocasiones en la vida en que la mente no puede más. Lo conocido comienza a hacerse insoportable. Y no hablo de la rutina, sino del entorno en general. Aquello que en el pasado nos proporcionaba placer se convierte en un patético objeto que estorba e incomoda. Si bien es cierto que es posible comenzar de nuevo en la mayoría de las ocasiones, el peso de los años y de la mal llamada experiencia vital hacen que el cambio y dejar la inercia sean cada vez objetivos más complicados. Las distracciones no alcanzan a ser un consuelo para la existencia, sino que se ven como puntos en los que posamos la vista durante un momento, para tratar de desviar la atención de esa insoportable experiencia.
Lo paradójico es que el acumular, eso que supuestamente nos da seguridad y confianza, se convierte en un lastre muy pesado a la hora de buscar nuevos rumbos. Y esa cárcel que creamos en el exterior e interior de nuestro ser nos impide respirar nuevos aires. Nos cuesta soltar, dejar, seguir el flujo. Tememos a lo desconocido. Nos arrinconamos en eso que consideramos estable. Vana ilusión. Lo único permanente es el cambio.
Pronto me embarcaré en una nueva etapa de conocimiento personal. Debo confesar que tengo algo de aprensión. El bucear en las profundidades de uno mismo puede ser una experiencia aterradora. Y como decía el gran maestro, encontraré sólo lo que llevo conmigo. No sé si alegrarme o asustarme…