Savoir être

Resulta dificil pensar (entre otras cosas que se han convertido en casi imposibles en estos tiempos peculiares) que haya una manera de comportarse o vivir adecuada a cada situación. De alguna manera vamos “tocando de oído” según lo que vaya ocurriendo en cada instante. Sin embargo, esta improvisación, normalmente permeada por el apego enfermizo a rutinas que en cierto tiempo fueron apropiadas, son causa infinita de frustración, tristeza, rabia y cualquiera otra emoción o efecto agudo que se les ocurra, que no hacen sino transtornar la frágil y elusiva tranquilidad en la que intentamos habitar este planeta.

El concepto de la Via Natural, que se podría reducir muy burdamente a la frase “Cuando tengas sueño, duerme y cuando tengas hambre, come”, es tal vez una alternativa viable a esta incertidumbre constante en la que hemos transformado la existencia. Simplemente quiero decir que nos hemos alejado astronómicamente de lo que constituye una realidad innegable: La vida tiene unos ciclos naturales que corresponden a patrones evolutivos desarrollados durante largo tiempo para garantizar unas condiciones apropiadas para prosperar como especie.

Si con la arrogancia que nos caracteriza como supuestos habitantes superiores de este territorio pretendemos modificar estas normas a nuestro acomodo, normalmente las consecuencias son casi siempre inmediatas y nefastas. No se pueden romper los equilibrios naturales con total impunidad desde nuestra supina ignorancia, esperando que el resultado sea favorable a nuestros vanos y efímeros caprichos.

Dicho de otro modo, el llevarle la contraria a la naturaleza se paga y caro. La insistencia enfermiza que tenemos para que un mecanismo tan complejo e intrincado como este planeta cambie según nuestras insustanciales necesidades ha ocasionado unos efectos que tal vez no podemos calcular ni concebir. O lo que es lo mismo, pensar que desde nuestra insignificancia podemos influir en reglas que van más allá de nuestra comprensión, es cuando menos motivo de risa.

El afán descontrolado por adquirir, sean objetos o experiencias, el no darle tregua al cuerpo en ningún momento con estímulos físicos o sensoriales, el mantener relaciones con terceros, sean o no cercanos, por miedo o comodidad o el despreciar las señales de advertencia inequívocas que nos envía el cuerpo gracias a nuestro comportamiento ignorante, van aumentando la factura, sin que casi nunca nos demos cuenta.  El despreciar los ritmos necesarios para subsistir de manera digna, llevándonos la contraria en todo momento, normalmente no tiene un efecto visible próximo, sin embargo, la inexorabilidad de las leyes, que han mantenido este hábitat funcionando incluso a pesar de nosotros no perdonan, y cuando llega el momento de saldar cuentas, normalmente no estamos preparados para asumir la obligación, sin que ello nos exima de su obligado cumplimiento.

El aceptar lo que viene en cada momento, tal como se presenta, sin darle vueltas ni añadirle florituras innecesarias, constituye la base de la Via Natural, esa tan lógica y necesaria, pero a la vez tan difícil y desagradable, según nuestros extraños y contaminados criterios.

Y para hacerlo un poco más claro si cabe, para el que tal vez no lo ha podido entender hasta ahora, vuelvo a parafrasear a mi abuelo que con una frase pudo resumir una filosofía de vida adquirida a través de la experiencia directa: “Los problemas no lo buscan a uno, UNO busca los problemas…”

Mundus alteratio, vita opinio

Últimamente he reflexionado algo sobre el deber y el placer, o la dudosa necesidad de “mantener el equilibrio” entre la obligación y el tiempo libre. La famosa frase “Work hard, play hard” equipara dudosamente el “esfuerzo” que supuestamente debemos hacer cuando trabajamos con su equivalente en el ocio. Como si de alguna manera hubiese una competencia entre ambos.

La incesante búsqueda del placer es lo que dirige la vida de muchos. El escapar o paliar de alguna forma la miseria en que se ha convertido el trabajo, que a pesar de ser más “ejecutivo, importante, analítico e influyente”, hecho en oficinas situadas en altos edificios de cristal en zonas exclusivas de cualquier ciudad o en la comodidad del hogar, donde se puede ir en jeans, camiseta y tenis, comer en sitios carísimos supuestamente de moda, y luego intoxicarse con cualquier veneno en el bar de turno, no deja de ser la misma, patética e interminable rueda del hamster para alimentar la ansiedad del status y una economía que ya no sabe para qué está ahí ni a quien beneficia.

Así que, para el que se percata así sea vagamente de esto, el “disfrutar” se convierte en un imperativo inamovible. El tener hobbies (ver aquí para una descripción pormenorizada del tema hecha en el pasado) es la dudosa forma de conservar la poca salud mental que queda después del desatino de la labor infructuosa y denigrante. El alejarse de la realidad a como de lugar se convierte en parte integral de la experiencia, como si fuera una obligación el desconectar, parar, relajarse y olvidar la podredumbre diaria. Ya ni siquiera se piensa en que ignorar el problema no es la solución, sino que más bien hay que concentrarse en humanizar la labor y dejar la tan manida productividad para las máquinas y los números.

Y esto no significa huir y esconderse del mundo. Vivir asustado fingiendo una actitud estoica alejado de la briega habitual porque nos viene grande sea cual sea la razón, tampoco es el camino. Aqui no nos va a salvar Dios, Buda, Supermán o Satán, por fervorosamente que recemos o imploremos. Es casi como esperar con devoción la llegada de Santa Claus / Papá Noel la noche de navidad poniendo todas nuestras esperanzas en nuestro supuesto buen comportamiento para recibir el ansiado regalo que nunca se materializa.

Seamos realistas. La vida es un trasfondo de hechos desafortunados, salpicado ocasionalmente por noticias algo menos desagradables que constituyen la “felicidad” o la “tranquilidad”, según nuestro pobre entender. Y si vivir es una obligación, por qué convertir estos fugaces momentos contrarios en un deber más?  Y por otro lado, la última reflexión: Si esto ya es complicado de fábrica, por qué hacerlo aún más enrevesado con ideas / pensamientos / conceptos / proyectos e inventos varios?

Creo sinceramente que se puede vivir sosegadamente sin hacer tanto esfuerzo, y tal vez el secreto sea precisamente dejar de intentarlo con tanto ahínco y concentrarnos en lo que tenemos delante, nada más.

Resistance is futile

A veces me encuentro haciendo cosas por la fuerza casi infinita de la inercia, ocupando mi tiempo en actividades que considero valiosas y productivas. El peso aplastante del pasado y sus dudosas victorias me hace repetir una y otra vez actos claramente caducos y obsoletos, que sin embargo en algún momento fueron “útiles” y me hicieron sentir algo menos inseguro en este plano confuso e implacable.

El asunto es que la vida transcurre y cambia, a veces sutílmente, a veces de manera violenta e imprevista, y la experiencia acumulada, como decía el anuncio aquel de los bancos, no garantiza resultados futuros. En otras palabras, lo rescatable de aquello que se ha vivido es mas bien poco y hay que hacer un gran esfuerzo para adaptarlo de forma medianamente decente a la realidad del momento. Y cuando se logra, me doy cuenta que ya ha pasado de moda otra vez.

La elusividad del momento presente, esa que hace que sea casi inasible por su fugacidad es a la vez un gran motivador y un motivo mayúsculo de frustración. Lo único que queda, parece ser, es una actitud de perenne curiosidad y apertura hacia lo que sea que venga.

Nisargadatta decía que el tener la mente ocupada todo el tiempo la corrompe y marchita. De la misma forma, el tratar de anticiparse a todo lo que posiblemente pueda ocurrir es el camino más seguro hacia la locura.

Obviamente, más fácil decir que hacer, como ya se sabe. Lo único que queda es la paciencia y la convicción sobre que todo tiene un orden natural en el cual no podemos intervenir, sino más bien adaptarnos humildemente a él. La resistencia es normalmente, imposible y ridícula, aunque creamos desde nuestra insignificancia que somos inmunes a los efectos de la ley natural.

Yo lo sigo intentando, una y otra vez, casi con la misma terquedad que caracteriza al impulso que busca en vano que todo siga igual, aunque no lo parezca…

Sobre lo innecesario

Últimamente he estado dándole vueltas al concepto de la via natural, o en otras palabras, al hecho de vivir sin llevarnos la contraria. Lo elaboro a continuación.

Hace un par de días comentaba con un conocido sobre la extrema complicación en la que hemos caído de manera inconsciente y casi que deliberada, pensando erróneamente que las máquinas, artilugios y cacharros varios, sin tener en cuenta las casi infinitas formas de (in)comunicación con las que nos han abrumado en los últimos 20 años, habían llegado para finalmente hacer realidad la soñada utopía del ocio permanente, “facilitándonos la vida”, “simplificando las tareas” y todas esas tonterías publicitarias con las que nos vendieron la premisa de que había que integrarlas en la vida para “ser más felices, perder peso y que tu pareja no roncara más”, si me permiten la broma…

Y ha resultado pasando lo contrario, o más bien, lo esperado que nos resistiamos a ver. La tal “descomplicación” se convirtió en una especie de hoguera de las vanidades, donde la tiranía de la presión constante, el infame FOMO (o el miedo a perderse algo) y la ansiedad del status destruyeron los pocos beneficios que habíamos atisbado. Y digo atisbado, porque en realidad nunca se plasmaron en una realidad ventajosa que trajera la tranquilidad que esperábamos y que tanto se esforzaron en vendernos.

Olvidamos lo importante, que es lo más simple: la tranquilidad, la humilde simplicidad de lo cotidiano y rutinario, el arte de conversar y el contentamiento con lo que tenemos enfrente.

Ahora lo que se estila es el correr a todo lado por sistema, mirar el reloj como si tuviéramos siempre algo más importante que hacer, ir a otro lado, sea real o virtualmente, enterarnos de lo último que ocurre así no nos importe lo más mínimo y claro, ignorar al otro por revisar por enésima vez un aparato lleno de ruidos, luces y colores que lo interrumpen todo.

La via natural es un concepto elusivo, que nos hemos empeñado en tergiversar y complicar (como no) para alejarnos de aquello que consideramos primitivo y “propio de la servidumbre”: Dormir cuando se está cansado, comer cuando se tiene hambre, tener un ritmo sosegado que respete los estados del cuerpo, entrar en actividad cuando sale el sol, prepararse para descansar cuando se pone, mantener el cuerpo, la casa y la mente aseadas y en buen estado, ocupar el tiempo sólo cuando es necesario, evitar el gasto innecesario de energía, ser exquisitamente selectivo con el uso de nuestra atención y sobre todo, apreciar el silencio, sin tener la necesidad compulsiva de llenar los espacios cuando no hay nada en ellos.

Suena fácil, sin embargo, nos hemos vuelto expertos en transgredir lo sencillo en aras de lo complicado y superfluo porque “viste más” y nos permite ser más fácilmente aceptados en una sociedad cada vez más corrupta y enferma.

Por último, una idea: a veces nos paralizamos y no nos decidimos a volver al camino fácil por haber invertido tiempo y dinero en objetos o experiencias que nos prometian alegría y felicidad. Lo hecho, hecho está. Y siempre podemos reconducir nuestro vivir si somos conscientes de lo que tal vez hayamos hecho no tan bien.

Transitoriedades

Cada vez más se le da una importancia descomunal a aquello que por su propia naturaleza es fugaz o banal. La apariencia es más relevante que lo que hay detrás. Nos empeñamos cada vez más en ver lo que no existe y en ignorar lo real y evidente. Pongamos un ejemplo simple: el afán sin control de “producir”, “cumplir” o “quedar bien” hace que olvidemos comer, dormir, desconectar y hasta el sencillo hecho de percibir que estamos vivos. Y luego, cuando vienen los efectos derivados de tamaña imprudencia, se buscan soluciones a la desesperada para seguir con este ritmo demencial que no lleva a ninguna parte pero que nos convierte a los ojos de los demás, en “responsables” y “buenas personas para la sociedad”.

No quería traer a colación el manido ejemplo del enfermo que se arrastra al trabajo para que no lo despidan o simplemente para “hacer méritos” (que no se sabe muy bien qué son o para qué sirven), sin embargo, tuve un caso muy cercano hace pocos días que me recordó una vez más que estas cosas pasan con más frecuencia de lo que imaginamos. Y para qué, pregunto yo? Para que repentinamente se nos comunique que ya no somos necesarios, que nuestro puesto de trabajo fue amortizado / eliminado / fusionado o cualquier otra pomposa estupidez que describa vagamente el simple hecho que somos un número más y que ya no aportamos nada, a ojos de alguna otra persona que a su vez también será desechada tarde o temprano.

Sin embargo, el ciclo se repite indefinidamente. El hecho de darse cuenta que hay algo que no funciona y que el perjuicio causado es enorme y en ocasiones, hasta letal, no es suficiente para analizar juiciosamente lo que sea que esté ocurriendo y ver qué se necesita para cambiar la situación. Es preferible, según nuestros modernos estándares, el sacrificar la salud, la tranquilidad y hasta la existencia por seguir tozudamente asidos al vicio, la inercia o el miedo de las apariencias (concepto este que da para escribir ad infinitum) que tener los arrestos y dedicar la atención necesaria (otro bien cada vez más escaso en nuestro distópico presente) para enfrentar lo que sea que nos está matando lentamente y renunciar a ello resueltamente y sin mirar atrás, sea lo que sea, así lo consideremos un pilar fundamental, inamovible e intocable de la (miserable, aunque nos parezca otra cosa) existencia que llevamos.

No olvidemos que, a pesar de aquello que nos han metido de manera tan eficiente en la cabeza por años y años, todas las ideas y pensamientos son falsos y fugaces. La realidad es la que es, más allá del edulcoramiento o amargor que nuestros sentidos y conceptos quieran imprimirle. En pocas palabras, las cosas son como son y no como nosotros las imaginamos o queremos que sean. Y otra vez citando a mi papá, por más conocimientos y experiencias inútiles que acumulemos para presumir de ellas, sin que nos sirvan para nada en concreto, no hay que ignorar en ningún momento que la naturaleza siempre gana, nos guste o no…

Complicaciones Innecesarias

Tal vez parezca una perogrullada, pero a medida que pasa el tiempo, resulta cada vez más evidente el peso de la responsabilidad personal de cada cual por todo aquello que nos pasa en la vida.

“Responsabilidad Personal? Y eso qué es?”, dirá más de uno. “Ah si, es el cumplir con lo que se espera de mi en el trabajo / hogar / relación de pareja / hijos / deudas / etc.”

Pues no. La responsabilidad personal es tan simple (o tan compleja) como el no meterse de cabeza en situaciones potencialmente peligrosas que afecten el curso normal de la vida sin que medie un análisis medianamente decente de los pros y contras. O en otras palabras, dejar la impulsividad a un lado y ser consciente de las consecuencias de las consecuencias (no, no es una errata) de nuestros actos.

La vida se convirtió en un caos por culpa de una relación de co-dependencia? Es tu responsabilidad. Estás lleno de deudas por manejar mal el dinero? Es tu responsabilidad. Tu salud está reclamando atención? Es, nuevamente, tu responsabilidad. Tu jefe está abusando laboralmente de ti? Otra vez… Y así sucesivamente.

Pero claro, es que resulta tan tentador y cómodo distraerse culpando a alguien más de lo que pasa! O con lo que esté de moda en ese momento (sea el gobierno, la farándula, los viajes, el síndrome de estar ocupado para parecer importante, las propiedades, las experiencias y tantas otras cosas que tenemos en frente pero no reconocemos…) y luego rematamos con la letanía del “pero por qué a mi? Qué he hecho para merecer esto, yo que soy tan bueno y siempre hago todo bien?”

Como dicen en ciertos sectores de la industria, el proceso de mejora contínua es infinito. Por tanto, una vez más, es tu responsabilidad ver donde se puede hacer mejor aquello que haces y obrar en consecuencia. Suena a regaño o reprimenda? Adivina quien decide…

Sobre lo insustancial

El otro dia reflexionaba sobre la poca materialidad que nos caracteriza desde hace unos cuantos años. Todo se ha vuelto etereo, intocable, inalcanzable e imperceptible. El adquirir un bien se ha convertido en una experiencia aséptica y totalmente impersonal. Ya no hay una interacción cercana y amigable con quien nos atendía en una tienda convencional, una conversación sobre nuestros intereses y necesidades, el preguntar sobre la historia o el origen de las mercancias en cuestión. Ni siquiera un ligero contacto físico o verbal.

Incluso si vamos a un lugar a comprar, la persona que nos atiende (si tenemos suerte) está dispersa y muy probablemente más pendiente de su artilugio tecnológico que de lo que está pasando a su alrededor. Quienes nos acercamos a su local no somos más que meras distracciones o molestias de quienes librarse de la manera más rápida posible.

El tocar, percibir con los sentidos, más allá de una pantalla o interfaz de cualquier tipo, se ha convertido en una rareza extraña. Una cuasi amenaza para la “limpieza” impoluta del ciberespacio. Preferimos muchas veces, salir del paso de manera rápida e indolora, para no desplazarnos, no incomodarnos, no complicarnos, no cansarnos, no acercarnos o no hablarnos.

Y esos lazos invisibles que nos unen sutilmente como seres humanos se van desvaneciendo sin que nos percatemos, convirtiéndonos en aún más raros los unos para los otros, e incluso en potenciales amenazas imaginarias.

Y así con todo lo demás: el entretenimiento, la (des)información, los cada vez mas complicados viajes físicos y todo lo que se les ocurra. “Es el signo de los tiempos”, diría alguien, sin embargo, no creo que el retirar ese contacto de manera forzada sea ni sano ni aconsejable, porque las cosas pasan cuando pasan y no cuando alguien decide que hay que pensar o actuar de determinada manera…

Endless Distractions

Últimamente he reflexionado (actividad casi que proscrita y condenada al desuso) bastante sobre los múltiples agujeros negros a los que nos vemos expuestos y, de alguna forma, empujados por la adicción artificial a la adrenalina para la que hemos sido paciente y concienzudamente entrenados en los últimos 20 años.

El mantenernos distraidos es la consigna. No poder concentrarse en absolutamente nada que no produzca el “chute” correspondiente fue la orden y lamentablemente, para la gran mayoría de la población, se logró con todo éxito.

El leer un libro tranquilamente, por ejemplo, sin querer salir corriendo a consultar esto o aquello en Internet, que falsamente creemos que “contribuirá” a la experiencia es ahora tan normal como perder horas de sueño por el juego o los videos de moda. Y si a esto añadimos la “portabilidad” de infinidad de aparatos que nos permiten “estar conectados” (o al menos eso fue lo que nos vendieron, bajo la premisa de mantener, cultivar o mejorar las relaciones con otros seres humanos), ya no hay lugares seguros donde podamos estar simplemente en ese momento presente, porque el miedo a perdernos de algo (el famoso FOMO en inglés) nos quita la posibilidad de aquietar la mente y nos deja a merced de los deseos inacabables de ver / escuchar / experimentar / comentar / opinar / disentir y cualquier otra posibilidad derivada de la conexión permanente y casi que obligatoria a la que nos aventuramos cada vez que interactuamos con ciertas tecnologías.

Parece que olvidamos por completo que estos cacharros y sus derivados fueron concebidos para ser una herramienta que se usa y se deja a un lado, como un tenedor o una cuchara, tan pronto como hemos terminado de emplearlas para lo que las necesitamos.

Eso si, si nos atrevemos a sugerir que ese comportamiento es problemático, la “enfermedad” está tan normalizada que lo que seguramente obtendremos es una mirada reprobatoria y un despectivo: “Qué? Qué pasa? Solo me estoy divirtiendo / distrayendo por un rato” o algo del estilo, en el mejor de los casos. Horas y horas que se van a algún lugar donde no se podrán recuperar jamás…

Ya casi todo está contaminado: la música, la televisión y el cine, los libros, las actividades al aire libre, las interacciones con personas… El prescindir de las mediciones / comparaciones / demostraciones es ahora tan raro como pensar que hace tan solo unos pocos años no pensábamos de ninguna manera en mostrar al mundo todas y cada una de nuestras actividades cotidianas para someternos al escrutinio público con alegría y anticipación, incluso si la retroalimentación (como ocurre casi siempre en estos tiempos) es destructiva y tóxica.

Lo más preocupante es lo que se ha dado en llamar la “parálisis del análisis” o en otras palabras, el tener tantas opciones a disposición que es fácil olvidar para qué estamos buscando lo que supuestamente queríamos y acrecentar cada vez más un miedo cerval a equivocarnos si es que no tomamos la decisión correcta “teniendo toda la información disponible”. Y cual es el efecto? Que seguimos buscando, comparando, sopesando y sintiéndonos cada vez más incapaces de elegir una opción ante tanta “variedad”.

En fin. Puede que estas reflexiones sean el producto de la añoranza de tiempos más civilizados, simples y elegantes. Supongo que la belleza de lo cíclico de la existencia es que siempre existe la posibilidad de entrar en razón una y otra vez, si es que logramos librarnos de la vorágine de la contínua estimulación y la promesa de que lo siguiente que consumamos nos tranquilizará sólo por un rato más…