Hace poco volví de un viaje que hice a Perú, para acompañar a Sol a conocer ciertos lugares de esos que hay que ver antes de morir, según dicen algunos. La experiencia fue muy interesante, pero más por el hecho de lo que pude ver y experimentar en la parte “no turística” que por haber visitado esos sitios. De hecho, la visita me dejó un cierto regusto desagradable en la boca y en el corazón. Pero vayamos por partes…
Visitamos Cusco, Machu Picchu, Arequipa y el Valle del Colca, por no citar todos y cada uno de los lugares a los que fuimos. Si bien es cierto que todos ellos no carecen de encanto y misterio, todo esto queda opacado por lo que se me ocurre llamar “prostitución del turismo”, y no me refiero a eso que algunos o algunas están pensando, sino más bien a la avidez desmedida que caracteriza a la gente de estos lugares, especialmente Cusco y Machu Picchu, como si quisieran aprovechar hasta el último centavo de los que, atraidos por la leyenda y la historia, dirigen sus pasos hacia allí. Lo malo es que se ha conseguido todo lo contrario. No hay ningún sentimiento de conexión con el cosmos o de “recarga de energía”. Lo único que se percibe es una ambición descontrolada, un ansia de ganar dinero desorbitada, aprovechando el afán universal, tan de moda últimamente, de reconectar con nuestras raíces. Lo peor es que todo este caudal de recursos no revierte en quienes allí viven, ya que los contrastes entre quienes tienen y los que no son cada vez más evidentes y abismales.
Ya no hay nada genuino en este lugar. Todo está en función del turista, incluso se le hace sentir en casa cobrando precios que la gente del país no podría permitirse. Nivel europeo o de los Estados Unidos en una nación donde el índice de pobreza a nivel rural (es decir, casi todo el país) ronda el 70%, cosa paradójica en un estado cuyo crecimiento económico de los últimos años no baja del 8%. Pero sin irnos por las ramas, el que vaya esperando encontrar una experiencia mística y auténtica, debe alejarse de los centros turísticos. La experiencia en Arequipa se acerca más a lo que debería ser, pero se deteriora rápidamente, por los mismos vicios que menciono en Cusco.
Esto no quiere decir que no hay personas honradas que realmente quieren hacer sentir bien al turista y esperan que vuelva a conocer lo que su tierra tiene para ofrecer, mostrando el orgullo que sienten por ella, pero lamentablemente son cada vez menos.
El verdadero viaje comenzó cuando nos fuimos a lo que alguien que conocí allí dio en llamar el “Perú Profundo”. Ese que no sale en los mapas de los sitios que no hay que perderse y donde encontrar un extranjero o turista es todavía una curiosidad. Aquellos lugares que solo aparecen cuando el gobierno publica los indicadores de pobreza y donde supuestamente hace falta más esfuerzo, pero los recursos no acaban nunca de llegar. Fue aquí que vi cosas que no esperaba y recordé que el mundo no es la limpieza y supuesta pulcritud a la que estamos tan acostumbrados, como si fuera lo más normal. No, este es el mundo de más de la mitad de los habitantes de este planeta, donde la gente muchas veces no tiene electricidad ni agua corriente, en el que las distancias que se nos antojan cortas en este universo paralelo de autopistas y asfalto, se hacen eternas, y donde los caminos discurren aferrándose a las montañas por lugares imposibles, llenos de piedras y polvo, o de lechos de barro infranqueables en la estación lluviosa.
Impresiona ver la vivacidad de los ojos de los niños y niñas, muchas veces mal nutridos, que se va apagando a medida que crecen, siendo sustituida por una tristeza entremezclada con la malicia necesaria para sobrevivir en estas condiciones tan complicadas. A pesar de todo, hay gran cantidad de sonrisas, bromas y esperanzas, basadas en cosas simples, como un balón, un rato de televisión o simplemente una carrera que dejaría sin aliento a cualquiera por llevarse a cabo a más de 3.000 metros de altura.
Pasar en silencio en frente del único “videoclub” del pueblo, y viendo como durante dos o más horas, hay grupos de todas las edades, viendo absortos una película de pie, en medio de la calle, en una pequeña pantalla y escuchando sus risas cuando le toca el turno a una comedia. Me recordó a esos majaderos y majaderas que no respetan un cine o que dejan todo hecho un asco sabiendo que hay gente que limpia. Me pareció estar viviendo en otro planeta…
Pero lo mejor de todo es el cielo. Un firmamento límpido, sin nubes, con una luna llena tan brillante que muchas veces no había necesidad de encender una luz para leer dentro de la habitación. Astros flotando en el gélido cielo andino, contemplando plácidamente a los que abajo siguen viviendo en comunión con la naturaleza, sin dejarse contaminar por los placeres efímeros del progreso.
Y la gente. No sólo los habitantes del pueblo, sino quienes están allí trabajando por la comunidad. Hombres y mujeres valientes y entregados, que sin hacer caso a la escasez de recursos o la lejanía de familiares y amigos, todos los días emprenden sus tareas con alegría y un genuino deseo de ayudar a que quienes les rodean vivan mejor, respetando sus costumbres e integrando el conocimiento y la ciencia actuales a las formas ancestrales, para conseguir lo mejor de los dos mundos.
Este fue el verdadero viaje: el poder ver que la mayoría del tiempo nos quejamos por lo que decimos no tener, sin recordar que hay muchos otros que viven sin casi nada, pero a la vez, sin desear más allá de lo que pueda satisfacer sus necesidades básicas o mejorar un punto su calidad de vida. Un pensamiento recurrente me acompañó durante esos días: volveremos alguna vez a la frugalidad después de comprobar que la tristemente sociedad del consumo está abocada a su propia destrucción? La respuesta no es fácil de determinar…