Sé que más de uno me entenderá cuando lea esto. Es buena seña. Significa que sabe de lo que hablo y posiblemente incluso, habrá padecido de una u otra forma las consecuencias de este fenómeno. Y si bien es cierto que aquello de lo que hablo tiene sus cosas buenas, las malas superan con creces los pobres beneficios de llevar una vida así. Y sinceramente, me estoy cansando del sabor de esta fruta que casi siempre trae desgracias…
Que de qué estoy hablando? Muy fácil. Pertenezco a una generación que coincidió con el final de una revolución y con el principio de un estilo de ver la vida muy distinto. A simple vista esto puede parecer trivial, pero no lo es en absoluto. Al estar “en la mitad” en el mejor de los casos habríamos podido tomar lo mejor de cada situación, pero ocurrió al contrario, es decir, nos impregnamos de todos los miedos, incertidumbres y malos hábitos adquiridos de ambas. Por qué? Porque nos tocó en suerte ser una generación de transición, en la que nuestros padres pusieron todo su empeño, sin mala intención quiero pensar, para que pudieramos “triunfar” en la vida, dándonos toda su sabiduría sin filtro, es decir, lo que habían aprendido, sin cuestionar si nos servia o no, o lo que es más grave, si se adaptaba a las nuevas circunstancias en las que estabamos viviendo.
Resultado? Un conjunto de personas a las que solamente les preocupaba conseguir esas metas que habían sido implantadas en su cabeza, sin importar sus sueños o intereses. Qué querías estudiar Historia? Qué?!?! No señor, eso no da de comer. Ingeniería / Medicina / Derecho como su papá / mamá! Y si a mi me gusta la música? Nada de eso! Eso es para hippies…
El tiempo siguió pasando y paradójicamente, los mejores profesionales salieron de esos años: gente responsable y cumplidora, pero su mente y su corazón no eran precisamente un remanso de paz y felicidad. Cuando alcanzaron el éxito (o mejor dicho, el concepto de éxito que les habían enseñado), comenzaron las preguntas y afirmaciones incómodas: “y ahora qué? “, “Lo tengo todo pero a la vez no tengo nada”, “que hago con esta vocación innata?”, “ya es demasiado tarde”, y sobre todo, y más preocupante, un hastío por la vida de dimensiones insospechadas.
Ciertas decisiones se volvieron “intomables”, y las consecuencias, evidentes: relaciones rotas, una inseguridad crónica, un miedo cerval a equivocarse, la obsesión con la perfección, el conservar las apariencias a como diera lugar… Y que queda después de todo esto? Un vacio estremecedoramente oscuro, porque, ya lo sabemos, la vida sin motivación no vale la pena.
Entonces surge la encrucijada: sigo el patrón, que no me gusta ni me llena pero da una cierta seguridad? O me atrevo a cambiar antes de que realmente no pueda hacer nada al respecto? Y ese dilema existencial nos consume por completo. A pesar de tener la mejor voluntad y de saber perfectamente que el camino que recorremos no es el correcto, los viejos fantasmas nos atenazan de la peor manera, y se empeñan en no dejar que persigamos nuestros sueños. Las risas irónicas se convierten en compañeras habituales cuando intentamos variar el rumbo.
Pero todo eso puede cambiar. O al menos eso creo. Luchar contra esos demonios no es sencillo, pero es posible. Y si hay que renunciar al modo de vida socialmente aceptado, es un precio razonable por conseguir un estado interior más saludable y sobre todo, más propio.
Por donde empezar, es la siguiente pregunta. El repertorio de traumas y problemas es tan amplio y variado que no se sabe cual atacar primero. Y en conjunto? Tal vez, aunque más complicado.
Eso si, cuando, como me dijo alguien alguna vez, cada persona se convierte en su propio hobby, comienza lo bueno. Las tristezas y las pesadillas abundan, pero los resultados compensan cualquier sufrimiento, y nos dejan ver, sin arandelas ni perendengues, quienes somos realmente. Algunas cosas nos sorprenderán, otras nos dejarán perplejos, pero
al final, seremos más libres, aunque no tengamos muy claro, gracias a esa programación restrictiva, qué es la libertad…
Asusta, pero allá voy de cabeza… No queda otra. El tiempo sigue pasando y las preocupaciones no dejan nada positivo. Al final, las dudas solo generan más incertidumbre y casi siempre sabemos qué es lo que queremos, aunque no lo admitamos o nos resistamos a creerlo…