Últimamente he reflexionado (actividad casi que proscrita y condenada al desuso) bastante sobre los múltiples agujeros negros a los que nos vemos expuestos y, de alguna forma, empujados por la adicción artificial a la adrenalina para la que hemos sido paciente y concienzudamente entrenados en los últimos 20 años.
El mantenernos distraidos es la consigna. No poder concentrarse en absolutamente nada que no produzca el “chute” correspondiente fue la orden y lamentablemente, para la gran mayoría de la población, se logró con todo éxito.
El leer un libro tranquilamente, por ejemplo, sin querer salir corriendo a consultar esto o aquello en Internet, que falsamente creemos que “contribuirá” a la experiencia es ahora tan normal como perder horas de sueño por el juego o los videos de moda. Y si a esto añadimos la “portabilidad” de infinidad de aparatos que nos permiten “estar conectados” (o al menos eso fue lo que nos vendieron, bajo la premisa de mantener, cultivar o mejorar las relaciones con otros seres humanos), ya no hay lugares seguros donde podamos estar simplemente en ese momento presente, porque el miedo a perdernos de algo (el famoso FOMO en inglés) nos quita la posibilidad de aquietar la mente y nos deja a merced de los deseos inacabables de ver / escuchar / experimentar / comentar / opinar / disentir y cualquier otra posibilidad derivada de la conexión permanente y casi que obligatoria a la que nos aventuramos cada vez que interactuamos con ciertas tecnologías.
Parece que olvidamos por completo que estos cacharros y sus derivados fueron concebidos para ser una herramienta que se usa y se deja a un lado, como un tenedor o una cuchara, tan pronto como hemos terminado de emplearlas para lo que las necesitamos.
Eso si, si nos atrevemos a sugerir que ese comportamiento es problemático, la “enfermedad” está tan normalizada que lo que seguramente obtendremos es una mirada reprobatoria y un despectivo: “Qué? Qué pasa? Solo me estoy divirtiendo / distrayendo por un rato” o algo del estilo, en el mejor de los casos. Horas y horas que se van a algún lugar donde no se podrán recuperar jamás…
Ya casi todo está contaminado: la música, la televisión y el cine, los libros, las actividades al aire libre, las interacciones con personas… El prescindir de las mediciones / comparaciones / demostraciones es ahora tan raro como pensar que hace tan solo unos pocos años no pensábamos de ninguna manera en mostrar al mundo todas y cada una de nuestras actividades cotidianas para someternos al escrutinio público con alegría y anticipación, incluso si la retroalimentación (como ocurre casi siempre en estos tiempos) es destructiva y tóxica.
Lo más preocupante es lo que se ha dado en llamar la “parálisis del análisis” o en otras palabras, el tener tantas opciones a disposición que es fácil olvidar para qué estamos buscando lo que supuestamente queríamos y acrecentar cada vez más un miedo cerval a equivocarnos si es que no tomamos la decisión correcta “teniendo toda la información disponible”. Y cual es el efecto? Que seguimos buscando, comparando, sopesando y sintiéndonos cada vez más incapaces de elegir una opción ante tanta “variedad”.
En fin. Puede que estas reflexiones sean el producto de la añoranza de tiempos más civilizados, simples y elegantes. Supongo que la belleza de lo cíclico de la existencia es que siempre existe la posibilidad de entrar en razón una y otra vez, si es que logramos librarnos de la vorágine de la contínua estimulación y la promesa de que lo siguiente que consumamos nos tranquilizará sólo por un rato más…