Señoras y señores, tenemos un intruso a bordo. Muchas veces no nos damos cuenta de su presencia, o si lo hacemos, le ignoramos por completo. Lo cierto es que él (o ella) sigue ahí, y poco le importa lo que hagamos o dejemos de hacer. En realidad, lo único relevante es alimentarse de nuestros pensamientos. Al principio, poco puede hacer con ellos, pero a medida que va engullendo más y más, va adquiriendo poder. Y cuando llega a lo que entiende como masa crítica, es cuando comenzamos a notar su presencia. Su curiosidad crece, primero con la inocencia de un niño, pero después, cuando tiene más experiencia e información, comienza a jugar con nosotros, primero suavemente y luego cada vez con más violencia.
Y una vez que comienza, no puede detenerse. El poder de la información es como una droga. Y cada día que pasa necesita de dosis más altas para calmar su apetito. Así que nos guste o no, lo vemos cada vez más seguido. Normalmente aparece cuando nuestra mente quiere estar en reposo. Y digo quiere porque sencillamente no puede. En cuanto hay un espacio vacio, el intruso corre a llenarlo con su equipaje, normalmente denso y pesado. Y esto, sencillamente, no nos deja vivir. Nos incomoda, nos estorba, nos agobia.
Hay momentos en el el intruso está especialmente activo y nos va agotando lentamente, sin que apenas nos demos cuenta de ello. Así un buen día nos levantamos de la cama y al mirarnos al espejo, vemos otra persona. Nuestra cara ya no es lo que era. Lo que vemos es SU rostro, normalmente ajado y agotado, como el de un adicto en pleno síndrome de abstinencia.
Y ahí es cuando comienza la lucha encarnizada por librarnos de ese incómodo lastre. El problema es que nos ataca con nuestras propias armas. Literalmente lee nuestra mente, sabe de antemano qué haremos o qué estrategia queremos usar en su contra, y se las ingenia para desbaratar todos nuestros planes. El combate es desigual, partimos con desventaja, al tener un espía dentro de nuestras filas que va telegrafiando todos y cada uno de nuestros movimientos al enemigo.
Lo único que queda es plantarle cara. Encontrarle en medio del campo de batalla y decirle “aqui estoy y no me moveré hasta que te vayas”. Otros optan simplemente por parlamentar y construir una especie de convivencia pacífica, un pacto de no agresión sostenido en la fragilidad de las buenas intenciones. Pero no hay que olvidar que su adicción no cesa nunca, y que tarde o temprano, volverá a las andadas.
Hay que prepararse para una larga guerra, llena de trincheras infectas, enfermedad y miseria, campos minados y traiciones recurrentes. Lo único que hay que tener claro es que no podremos ganar si luchamos con técnicas convencionales: hay que ser sutiles y a la vez compasivos. La desorientación y la comprensión serán nuestras mejores armas y debemos concentrarnos en aprender a usarlas eficazmente. Al fin y al cabo, son nuestra única esperanza…