A veces recuerdo a mi padre y a mi abuelo: sus gestos, sus palabras, las cosas que solían hacer o decir. Pienso en los momentos que pasamos juntos, algunos buenos y otros no tanto. La disciplina, los regaños, las risas, los momentos importantes, su legendaria inexpresividad. Los dos se parecían muchísimo e hicieron un pacto.
Cuando pienso en ese acuerdo, no puedo evitar preguntarme si me estarán viendo desde algún sitio, si, como hago yo a veces cuando veo una situación desde otra perspectiva, sabiendo lo que puede pasar y observando al o a la protagonista de turno que sin saberlo, se encamina a un determinado desenlace, se preocuparán o dirán “no!” o “sí!”, o si de alguna manera, con una mano sutil e invisible, me dan de vez en cuando un golpecito en el hombro para que me de cuenta de algo…
La vida sigue. Y aunque ellos ya no estén y sus memorias se vayan desvaneciendo lentamente, los recuerdo a veces, con intensidad y tranquilidad al mismo tiempo, pensando que quizá me observen sin más, y vean como vivo mi vida como espectadores de excepción, como quien ve una película con interés y sin juzgar.
De cuando en cuando acuden flashes a mi memoria de momentos concretos, de situaciones especiales, de tensiones y sonrisas. Y también, aunque rara vez, recuerdo esa llamada a la madrugada para contarme que mi papá ya no estaba más aquí. Y todavía me sigue produciendo una sensación agridulce.
Sin embargo, y curiosamente, ya no me siento solo. Puede que, después de todo, alguien esté acompañándome sin que me de cuenta…