Curiosa sensación aquella de necesitar aprobación para lo que hacemos, decimos o pensamos. Es algo que nos enseñan desde pequeños y que aceptamos sin oponer mucha resistencia. Al principio de la vida puede estar bien, porque nos ayuda de alguna manera a definir cómo comportarnos y nos salva de situaciones potencialmente embarazosas. Pero a medida que pasa el tiempo, si no sabemos dosificar esa “dosis” de aprobación, puede volverse un problema serio, porque muchos no saben como desligarse de esa necesidad, y pasan a ser dependientes de ella. Amigos, familia y/o la pareja se convierten en los “calificadores” que deciden con sus opiniones lo que podemos o debemos hacer.
Lo más triste es que cuando queremos seguir adelante y tomar nuestras propias decisiones, nos sentimos culpables por no “contar” con aquellas personas que nos han venido dando sus opiniones. Cuando optamos por no “informar” de alguno de nuestros movimientos porque simplemente no queremos, la reacción puede ser un poco desproporcionada. Y no hablo de no contar a la pareja que nos vamos a un sitio durante unos días, o que vamos a tardar un poco más de lo previsto en un viaje de trabajo, sino de personas con quienes tenemos relación, pero están lejos.
La cura para esto es aguantar el chaparrón unas cuantas veces sin poner demasiada atención a sus comentarios o reacciones, para que los demás se den cuenta que a veces queremos sus pareceres, pero otras simplemente seguimos con lo que tenemos previsto sin necesidad de aprobación o información adicional…