La vida se encarga, de cuando en cuando, de recordarnos sutilmente que nada es permanente y que lo único seguro es el cambio y la incertidumbre, así suene a redundancia barata. Los acontecimientos van ocurriendo y nos vemos envueltos en ellos como la escena de cualquier película de guerra donde un grupo de soldados corren hacia un objetivo bajo una lluvia de balas enemigas. De pronto nos damos cuenta que uno de nuestros compañeros ya no está corriendo junto a nosotros, luego otro cae justo en frente y así sucesivamente, hasta que un proyectil aleatorio nos impacta (nunca mejor dicho) y queriéndolo o no, debemos dejar de correr para yacer inmóviles en el campo de los sueños que es esta existencia.
Cuando eso ocurre, hay dos opciones: que nos hayamos preparado de antemano y a conciencia para que una determinada situación cese de un momento a otro, teniendo en mente que todo es efímero y pasajero, o que aquello que ocurrió nos deje sorprendidos, impotentes y doloridos, porque no pensábamos que nos podía ocurrir…
Al final, lo único seguro es que todo acaba, de cualquier manera. Si ciframos nuestras esperanzas en esa falsa inmortalidad que nos han hecho creer que tenemos, el golpe recibido, venga de donde venga, será mucho más dificil de afrontar cuando llegue su momento inevitable…