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Hoy se cumplen 4 décadas desde que aparecí en este plano existencial. Han sido 14600 días de aprendizajes, viajes, experiencias, sonrisas, tristezas, lágrimas, fracasos, vergüenzas, miedos, planes, proyectos, sueños y personas… Si, muchas, muchísimas personas que han hecho de este recorrido algo inolvidable en todos los sentidos. Lo más bonito y significativo es ir descubriendo quien soy gradualmente a través de este cúmulo de sensaciones, e irme acercando, a veces sin darme cuenta, a la verdadera razón de la vida, que no es más que esa: vivir. Los objetivos y los logros vienen y van. Lo que queda es la percepción, sea la que sea, de esa realidad que sabemos que está ahí, aunque nos esquive una y otra vez, escondiéndose como una amante risueña y pícara, incitándonos a buscarla y encontrarla, porque valdrá la pena.

A todos y todas quienes han pasado, están y estarán: Gracias, Gracias y Gracias, por hacer de esta oportunidad algo único e irrepetible. Y que vengan muchos más!

Little Kaiju

Esta historia sobre el “pequeño monstruo” que habita en las máquinas expendedoras que hay en casi todos los sitios de Japón, me recordó todo eso que hemos olvidado: la fantasía, la inocencia y sobre todo, la alegría que se esconden detrás de todas las tragedias de la vida cotidiana. Muy del estilo de Taniguchi en “La Montaña Mágica”… (Vía Leo Babauta en G+)

Sobre el tiempo

¡Qué título tan ambicioso! En cuanto terminé de escribirlo, me di cuenta de la complejidad de la tarea. De una idea sencilla que me viene dando vueltas en la cabeza desde que volví a “casa” (nótense las comillas), he pasado, casi sin darme cuenta, a tratar de abordar un concepto tan relativo y sin embargo tan presente en la vida de todos y todas los/as que habitamos este planeta.

Una ley invisible y férrea que nos mantiene “ordenados” y “en nuestros cabales”. Más valioso que cualquier papel moneda o metal precioso, aunque su importancia es relativa en todos los casos. Más de una vez me he preguntado qué pasaría si este concepto lineal que tenemos del tiempo no existiera, o si simplemente lo gestionáramos de otra forma. Frases como “se me ha hecho tarde” o “no tengo tiempo” serían simples curiosidades ante la posibilidad de una vida sin prisas ni condicionamientos como la “edad” o la “caducidad” (Tal vez estoy haciendo un uso un tanto abusivo de las comillas, sin embargo, todo tiene una razón de ser, tan sencilla como notable: el lenguaje no alcanza a expresar el verdadero concepto de lo que se quiere transmitir, y hay que reemplazar las emociones puras con palabras que no son más que máscaras grotescas e imperfectas que se acercan vagamente a lo que queremos decir).

Sin embargo, y volviendo al mundo real, aunque somos conscientes de la importancia y el pasar sin cesar del tiempo, a veces ignoramos su valor real y lo invertimos de manera, como decirlo, un tanto irresponsable (desde ciertos puntos de vista, claro), sobre todo cuando se trata de respetar el de los demás. Me explico: una cita a una hora. La persona se prepara, ajusta su agenda y horarios y de repente, la cita prevista ya no existe, porque según el o la interlocutora, hay “cosas más importantes” que han surgido sobre la marcha. La importancia: otro concepto del que podríamos hablar horas y horas.

¿Qué hace una cosa más importante que otra, en términos de tiempo? Es casi un koan. La conclusión que extraigo, viendo el comportamiento de una gran cantidad de gente, es que tenemos muchísimos conceptos distorsionados, aunque se puede ver un patrón: el miedo y el dinero son dos factores que regulan en gran medida, si no en toda, la manera como gestionamos nuestro tiempo. Piénsenlo. Es tan sencillo (y a la vez tan complejo y profundo) como eso. Sólo dos variables que mal gestionadas, dar origen a un caos en el que ya nos hemos acostumbrado a vivir.

Y después de todo esto, qué queda? Simplemente un enojo contenido cuando alguien cancela una cita o simplemente no se presenta, despreciando el tiempo y el esfuerzo de la otra parte…

Distracciones

Me voy dando cuenta, no sin esfuerzo ni consecuencias, que las distracciones son el principal problema que tengo. Por estar yendo de aquí para allá, antojándome de todo, invierto esfuerzo y tiempo en cosas que no han debido ocurrir. Lo mejor es que ahora soy consciente con más frecuencia de cuando me desvío del objetivo. Lo peor es que también me he percatado de todo lo que me gusta y que por alguna u otra razón, no puedo hacer. El otro día leí algo que ahora viene bastante bien: era un método sencillo aunque muy efectivo para evitar este tipo de situaciones. Al querer emprender una nueva actividad con potencial de hacernos ocupar tiempo y energía, hay que formularse una pregunta: “¿Para qué voy a hacer esto?” Si no tengo una respuesta clara y contundente, es mejor ni siquiera comenzar…

El mundo al revés (o la falsa seguridad)

Desde que estoy de vuelta, me he vuelto a encontrar con las paranoias típicas que hacen parte de la cotidianidad de la gente de este pintoresco pais: “no salgas de noche”, “no hables por el móvil en la calle”, “desconfía de todo el mundo”, “esa persona parece sospechosa”, etc. La lista es cada vez más larga, y parece que ya se asumió como verdad absoluta que todos y todas las personas que no pertenezcan al círculo más cercano de amigos, conocidos y familia, son criminales y asesinos en potencia dispuestos a todo por quitarnos la vida, la honra y los bienes.

Lo más curioso es que cuando menciono que la raíz del problema está en todos y todas las personas que dicen sentirse “inseguras” o “amenazadas”, los gestos se tuercen, los ojos miran al cielo y las frases como “es que esto no es Europa” o “aquí las cosas son así” abundan y se dirigen a mi como dardos a ver si logran hacerme entrar en razón y sacarme de ese mundo de fantasía en el que creo que se puede vivir si todos y todas ponemos un poco de nuestra parte.

¿A qué me refiero con la raíz del problema? Es muy sencillo. Pongamos un ejemplo simple: los móviles o celulares. La gran mayoría de la gente dice que el 90% de las muertes violentas son causadas por el intento de robarle el teléfono a las personas. Así que hay que tomar todo tipo de precauciones para evitar que esto suceda: esconderlo, no tenerlo, no usar auriculares que nos “delaten”, no hablar por teléfono en la calle, etc. En una frase: “ir por la vida asustado todo el tiempo”. Sin embargo, la pregunta fundamental es: por qué hay tanto interés en estos aparatos? Fácil: por su elevado precio y sobre todo, por el floreciente mercado negro que se nutre de quienes dicen sentirse amenazados/as e inseguros/as. Estos elementos son los que van a comprar lo robado porque es “más barato”, para poder presumir ante sus amigos/as de tener la última tecnología, pagando poco, porque “eso es lo que hacen los inteligentes”.

Estupidez total. Compras robado y te arriesgas a que te maten por quitarte lo que ya le han robado a otro/a. Increíble pero cierto. ¿Qué pasaría si los vendedores de terminales robados no tienen clientes? Básicamente, que se quedan sin negocio. Y si se quedan sin negocio, no hay necesidad de robar, porque NADIE comprará algo que le traerá problemas. ¿Obvio, verdad?

Pues no:  “Yo quiero tener el último modelo de teléfono/tablet/artilugio tecnológico sin pagar esos precios abusivos que cobran”. Esnobismo e ignorancia puras. Si no tienes dinero para permitírtelo, no lo compres. El efecto que causa el comprar robado es inmenso y de impredecibles consecuencias.

Esta situación se extrapola a cualquier tipo de bienes: automóviles y sus accesorios, casas y sus pertenencias, joyas y en general, cualquier objeto que sea susceptible de ser comprado o vendido. Sin embargo, la inercia puede más y se sigue comerciando con la muerte, literalmente, pensando alegremente en lo sagaces e inteligentes que somos por haber conseguido algo “más barato” o “por no haberle pagado tanto a esa multinacional que ya nada en dinero”.

Al final, esta sólo es la punta del iceberg. Mientras se siga tratando a los demás midiéndolos simplemente por cuanto dinero tienen en el bolsillo o en el banco, por su color de piel, por haber nacido en determinadas circunstancias o simplemente, porque son “inferiores” (ni idea por qué), las cosas no tienen pinta de mejorar, y el mundo seguirá funcionando al revés, es decir, una minoría controlando o amedrentando a una mayoría, que se seguirá disculpando con la manida frase de “pero qué puedo hacer yo como persona? Nada!”…

En tránsito

Voy a “pedirle prestada” la frase a mi amiga Ruth, porque creo que viene muy bien para explicar lo que me está pasando en estos tiempos. Desde la vuelta a casa, he tratado, de la mejor forma posible, de adaptarme, o debería decir mejor, de “readaptarme” al ritmo de vida cotidiano del país. Y no voy a utilizar ningún adjetivo como “acelerado”, “frenético” ni nada parecido, porque finalmente he entendido que la velocidad de la vida la ponemos nosotros mismos, y no el entorno que nos rodea. Si bien es cierto que hay que invertir una cantidad extra de energía para no dejarse “arrastrar” por la inercia y lo que está asumido por todos y todas las demás, me he dado cuenta que es posible, aplicando la técnica del junco, es decir, adaptándose sobre la marcha a lo que ocurre, sin oponerse a las cosas que no tienen importancia.

Sin embargo, la mente y el cuerpo han cambiado. La percepción de la realidad no es la misma que hace casi 12 años, época en la que decidí dejarlo todo atrás para emprender un camino que no había sido hollado antes por nadie de mi entorno cercano. El renunciar al status y a la aparente comodidad de tenerlo todo relativamente resuelto: una carrera profesional con algo de futuro, un lugar donde vivir, una pareja y un tren de vida que se ajustaba bastante bien a las expectativas y experiencias pasadas de quienes me rodeaban, por la inquietud y el desasogiego que me producía el vivir en una sociedad donde la inseguridad, la impunidad, el valorar la trampa por encima del trabajo, y la presión por el logro y el éxito se medían (y se miden) por la cantidad de dinero que tienes en el banco y del que puedes disponer.

¿Qué me he encontrado ahora? De todo un poco. Sin embargo, la tónica general es la de las deudas, el agobio económico, la búsqueda frenética de la formula mágica que permita dejar de trabajar de una vez por todas y dedicarse a hacer algo (no sé muy bien qué específicamente), sin preocuparse por los billetes y las monedas. El materialismo campa rampante por la mayoría de lugares y sigue siendo muy válido aquello de “amigo cuanto tienes, cuanto vales”.

¿Qué me espera? No lo sé con certeza. Sin embargo, por primera vez en mucho tiempo, me siento libre para escoger qué quiero hacer, donde y de qué forma. De alguna manera, los miedos que tenía en el pasado se van diluyendo, y aunque soy consciente de que “vivir del aire” no es una opción, las posibilidades ahora son mayores y de alguna forma, más esperanzadoras que simplemente el resignarse a consumirse en un trabajo rutinario totalmente alejado de los sueños y los anhelos verdaderos, persiguiendo una felicidad que no llega nunca.

Hay que tener paciencia y seguir explorando, que es al fin y al cabo, para lo que vinimos aquí…