Finales

Mañana cumplo un año de haber regresado al punto de partida primigenio, de redescubrir una gran cantidad de cosas casi olvidadas, de revivir momentos y sensaciones que estuvieron esperando pacientemente su momento para salir nuevamente a la luz y manifestarse y también de encontrarme nuevamente con fantasmas grandes y pequeños que nunca abandonaron mi mente pero que al estar lejos de esa fuente de energía que les alimentaba, aplacaron sus ánimos y se mantuvieron hibernando hasta ahora.

He sido testigo de muchas transformaciones, exteriores e interiores. De esperas desesperadas, de reencuentros inesperados, de sentimientos encontrados y sobre todo, de finales: la mayoría abruptos y muy tristes. Otros más sutiles pero igual o más emotivos. Lo que me queda de estas experiencias es una sensación de fragilidad y mortalidad muy acusada, del desvanecimiento de ese complejo de inmortalidad en el que se nos hace creer que debemos vivir permanentemente. Y en el fondo, una tristeza por lo que ha dejado de ser, por lo que se va, por lo que vuelve transformado, por el miedo, por lo desconocido, por los falsos apegos, por la nostalgia.

Es como si la vida se empeñara en mostrarme que esta dimensión es algo transitorio y pasajero, que no soy este cuerpo, que hay algo más allá, que el apego sólo genera sufrimiento, que es tiempo de liberarse, que los viejos paradigmas ya no sirven y que es hora de inventar nuevos, así el pánico me invada, que es un buen momento para escucharme y hacerme caso, como dice un buen amigo, y que recuerda en cada momento que todo lo que comienza acaba en algún momento, así me empeñe en creer que no es así mirando inocentemente hacia otro lado.

Es curioso: tenía en la cabeza la palabra del título de esta nota hace muchos días, sin embargo algo me había impedido sentarme a plasmar estas ideas de una vez por todas. Algo está ocurriendo y parece que es hora de ir hasta el final del tunel, sin importar mucho lo que suceda alrededor…

Matando el tiempo (Literalmente)

Una reflexión del maestro Héctor Abad Faciolince sobre la hiperactividad inducida en la que vivimos. Lo ideal sería reflexionar sobre este texto en calma y sin pitos ni luces que interrumpan…

Tenemos tantas cosas para matar el tiempo que ya nunca tenemos tiempos muertos. Yo, como todos, me estoy enloqueciendo.

Yo no soy yo, como usted ya no es usted, o no es usted solamente.

Somos nosotros, más las prótesis a las que vivimos conectados:
aparaticos de bolsillo, objetos inalámbricos, pantallas titilantes, jueguitos, una lista infinita de personas on-line, como felinos al asecho, que interrumpen para lo más anodino, lo más importante o lo más fútil.

Es imposible pasar una hora (otros un minuto) sin controlar dónde está tal, por dónde viene aquel, quién ha escrito o no ha escrito, cómo sigue tal otra, con quién está tal cual. Todo se va  convirtiendo en mensajes breves e instantáneos.

Mis amigos ya no vienen a comer y a conversar a mi casa: vienen a revisar sus correos y a mandarse mensajes mientras fingen que su mente está conmigo.

No, su mente está en todas partes, y una fracción está también aquí, pero en realidad tienen el cerebro dividido en gajos de atención, como si fuera una naranja, y a nadie le dan la fruta entera. No son ellos completos los que me están haciendo una visita o teniendo una conversación seria.

¿Cómo pueden chatear y chuparse un helado al mismo tiempo?

Cada vez noto más, cuando me llaman, que en vista de que estoy mirando al mismo tiempo la pantalla del computador, mi atención es flotante, no del todo presente en la situación, y a duras penas consigo entender lo que me están diciendo.

Cada vez noto más, cuando yo llamo, que a mí también me prestan una atención distante, distraída, de cerebro dividido en varias funciones al tiempo. No hay concentración, no hay secuencias, hay saltos.

Estamos rodeados por mareas de autistas hiperactivos y dispersos. Ya no hay quien crea que alguien está hablando solo o está loco cuando va por la calle hablándole al viento: no, está hablando con alguien a través de un micrófono inalámbrico y un audífono invisible. Ya no hay nefelibatas, ya nadie vive en las nubes: todos están conectados a algo o a alguien todo el tiempo: pasan trotadores conectados al ipod, no dejan de chatear o de mandarse sms.

Antes había casos, cuando el avión aterrizaba, de unos pocos adictos que corrían a fumarse un cigarrillo; ahora nadie parece adicto porque todos lo somos: lo primero que hacemos cuando el avión toca tierra es prender el teléfono. Y hasta hay idiotas que gritan en la cabina: “recuerde que esto que le estoy diciendo es muy delicado y muy confidencial”, pero lo esparcen a los cuatro vientos.

Al montarme al carro pienso en las llamadas que haré para no perder tiempo mientras esté en semáforos largos o en embotellamientos de tráfico. No hay tiempo muerto, no hay un instante para estar ensimismado, para mirar el paisaje, para recoger los pedazos del alma, para armar el rompecabezas de las ocurrencias, para rumiar una frase que se quiere escribir, para pensar en algo que se oyó o que se nos ocurrió, en suma, para aclarar las ideas.

Me atormenta la vida el hecho de pasar el día entero frente a una pantalla (ya muchas menos horas del día las paso frente a las páginas de un libro o frente a la contemplación sedosa y sedentaria de un árbol, un lago o una montaña) salpicando entre temas, con una atención dispersa. Hay quienes dicen que si el cerebro no descansa con una pausa en los estímulos, poco se aprende.

Todos parecemos muchachos con déficit de atención: saltando de una cosa a otra, saltando aquí y allá, enloquecidos. Si alguien mete las patas ya no se da un codazo: se manda un mensajito por el Blackberry.

La televisión ya es un mueble viejo: a nadie se le ocurre pasar el tiempo concentrado en un buen programa. Comparada con las nuevas tecnologías, la televisión parece tan anticuada como un libro encuadernado en pergamino. ¿Qué es una telenovela, comparada con la telenovela real del Facebook o del Twitter? Ya no hacemos casi nada porque nos pasamos el tiempo haciéndolo todo al mismo tiempo y hemos descuidado las verdaderas cosas importantes… Ya no estamos aquí porque nos la pasamos conectados a otra parte, en otro mundo”…

La lógica de las olas

Si bien es cierto que muchas veces se nos ha repetido que la vida es una sucesión de acontecimientos muy similares a las olas del mar, que vienen y van, que llegan en ocasiones con fuerza arrasadora y en otras con tranquilidad y mansedumbre, una cosa es oírlo y otra muy distinta, aplicarlo a la vida diaria.

Fue precisamente lo que me pasó hace poco. Mi mejor amigo y su esposa me regalaron una estancia en un lugar maravilloso de la costa colombiana, donde lo único que hay que hacer es desconectar y dejarse atender, como decimos por aquí. A eso me dediqué durante el tiempo que estuve allí.

Teníamos a nuestra disposición una playa virgen, alejada del mundanal ruido, donde el mar llegaba con bastante fuerza, sin embargo, no con la suficiente como para disuadirme del chapuzón energético respectivo. En una de esas ocasiones, al sumergirme y flotar un rato dejándome llevar por la corriente, quise salir del agua, pero la violencia de las olas no me lo permitía. Cada vez que quería incorporarme, el voluntarioso Caribe se abalanzaba sobre mi como diciéndome “todavía no, o al menos, no de esta forma”. Lo intenté varias veces, todas sin éxito.

En un momento dado, mi cerebro dio un vuelco de 180 grados de manera fugaz y simplemente opté por lo que la lógica indicaba que no era lo más adecuado: en lugar de tratar de salir, me fui de lleno contra las olas, de cabeza contra la masa líquida. Sin pensar.

¿El resultado? En unos segundos estaba fuera del agua. Curiosamente donde estaba nadando, había una franja de pequeñas piedrecillas que lastimaban los pies al entrar y salir del mar. Sin embargo, con la maniobra aparentemente estúpida, floté sobre las piedras y me vi sentado en la arena oscura de la playa sin apenas esfuerzo.

Después de esto, y mientras el sol me calentaba al caminar hacia una tumbona cercana, pensé en lo mucho que se parece esta experiencia a mi vida diaria: luchando y luchando, haciendo lo que aparentemente es lo correcto / necesario / adecuado, para simplemente estrellarme una y otra vez, frustrándome y enfureciéndome en el proceso. La naturaleza, de manera un poco brusca, todo hay que decirlo, me mostró que lo mejor es dejar fluir la vida y así nos parezca totalmente ilógico e irracional, el camino nos llevará donde debemos o más nos conviene estar.

Sobra decir que volveré a seguir aprendiendo…

El Triunfo de los Mediocres

Me llega este mensaje con el testimonio de hartazgo y tristeza que de manera muy directa y descarnada, describe lo que está pasando en España y de paso, para aquellos/as que me han preguntado el por qué de la vuelta al origen, explica las razones por las cuales, más allá de la crisis o de la falta de trabajo, hemos decidido dejar un país que nos dio mucho durante años y que llevamos en el corazón, a pesar de todo y sobre todo, de todos/as. En principio su autoría se le atribuía al humorista español Forges, pero parece ser que es un texto escrito por David Jimenez, que por ello no deja de ser una reflexión profunda y sobre todo, desde mi punto de vista, acertada…

Quienes me conocen saben de mis credos e idearios. Por encima de éstos, creo que ha llegado la hora de ser sincero. Es, de todo punto, necesario hacer un profundo y sincero ejercicio de autocrí­tica, tomando, sin que sirva de precedente, la seriedad por bandera.

Quizá ha llegado la hora de aceptar que nuestra crisis es más que económica, va más allá de estos o aquellos políticos, de la codicia de los banqueros o la prima de riesgo. Asumir que nuestros problemas no se terminarán cambiando a un partido por otro, con otra baterí­a de medidas urgentes, con una huelga general, o echándonos a la calle para protestar los unos contra los otros. Reconocer que el principal problema de España no es Grecia, el euro o la señora Merkel. Admitir, para tratar de corregirlo, que nos hemos convertido en un paí­s mediocre.

Ningún paí­s alcanza semejante condición de la noche a la mañana. Tampoco en tres o cuatro años. Es el resultado de una cadena que comienza en la escuela y termina en la clase dirigente. Hemos creado una cultura en la que los mediocres son los alumnos más populares en el colegio, los primeros en ser ascendidos en la oficina, los que más se hacen escuchar en los medios de comunicación y a los únicos que votamos en las elecciones, sin importar lo que hagan, alguien cuya carrera política o profesional desconocemos por completo, si es que la hay. Tan solo porque son de los nuestros.

Estamos tan acostumbrados a nuestra mediocridad que hemos terminado por aceptarla como el estado natural de las cosas. Sus excepciones, casi siempre, reducidas al deporte, nos sirven para negar la evidencia.

Mediocre es un paí­s donde sus habitantes pasan una media de 134 minutos al dí­a frente a un televisor que muestra principalmente basura.

Mediocre es un paí­s que en toda la democracia no ha dado un solo presidente que hablara inglés o tuviera unos mí­nimos conocimientos sobre polí­tica internacional.

Mediocre es el único paí­s del mundo que, en su sectarismo rancio, ha conseguido dividir, incluso, a las asociaciones de víctimas del terrorismo.

Mediocre es un paí­s que ha reformado su sistema educativo tres veces en tres décadas hasta situar a sus estudiantes a la cola del mundo desarrollado.

Mediocre es un paí­s que tiene dos universidades entre las 10 más antiguas de Europa, pero, sin embargo, no tiene una sola universidad entre las 150 mejores del mundo y fuerza a sus mejores investigadores a exiliarse para sobrevivir.

Mediocre es un paí­s con una cuarta parte de su población en paro, que sin embargo, encuentra más motivos para indignarse cuando los guiñoles de un paí­s vecino bromean sobre sus deportistas.

Mediocre es un paí­s donde la brillantez del otro provoca recelo, la creatividad es marginada – o cuando no robada impunemente – y la independencia sancionada.

Mediocre es un paí­s en cuyas instituciones públicas se encuentran dirigentes polí­ticos que, en un 48 % de los casos, jamás ejercieron sus respectivas profesiones, pero que encontraron en la Polí­tica el más relevante modo de vida.

Es Mediocre un país que ha hecho de la mediocridad la gran aspiración nacional, perseguida sin complejos por esos miles de jóvenes que buscan ocupar la próxima plaza en el concurso Gran Hermano, por polí­ticos que insultan sin aportar una idea, por jefes que se rodean de mediocres para disimular su propia mediocridad y por estudiantes que ridiculizan al compañero que se esfuerza.

Mediocre es un paí­s que ha permitido, fomentado y celebrado el triunfo de los mediocres, arrinconando la excelencia hasta dejarle dos opciones: o marcharse o dejarse engullir por la imparable marea gris de la mediocridad.

Es Mediocre un paí­s, a qué negarlo, que, para lucir sin complejos su enseña nacional, necesita la motivación de algún éxito deportivo.

Precios

Acabo de ver “Dolls” de Takeshi Kitano y no pude evitar recordar “Old Boy” de Park Chan-Wook. Ambas hablan sobre los actos y las consecuencias, sobre decisiones y su “valor” intrínseco. Sobre el destino y lo que escogemos. Aunque en realidad hablan de responsabilidad y sobre todo, de coherencia con uno/a mismo/a. ¿Cuantos de nosotros somos capaces de tomar la “decisión correcta”, la que nos resuena, la que va más allá de la conveniencia, de la comodidad y de la aceptación social, cuando es necesario? ¿Estamos dispuestos a “pagar el precio?”… Una buena reflexión para el domingo y quizá para el resto de la semana…