Mind Power

Mucho se habla del famoso poder de la mente sobre la materia, de su supuesta ilimitada potencia a la hora de causar situaciones peculiares que no siempre son del agrado de quien las experimenta, de su supuesto dominio sobre el “mundo real” para bien o para mal. Sin embargo, lo cierto es que este apéndice (porque desde mi punto de vista la mente no tiene vida propia ni mucho menos), no es nada más que un recipiente vacío que hemos ido llenando paulatinamente de contenidos, sin ejercer un mínimo de atención sobre lo que ponemos ahí.

En otras palabras, la mente es una creación que se nutre de todo lo de fuera que hemos dejado entrar. Su estado original no tiene ningún color ni tendencia, es más bien una neutralidad inmaculada que olvidamos hace muchísimo tiempo, activa o pasivamente; esto último cuando fuimos “educados” a temprana edad por nuestros padres o responsables, quienes muy diligentemente pusieron en ese diáfano recipiente lo que a bien tuvieron considerar o simplemente, transvasaron de sus propios receptáculos al nuestro, sin apenas control sobre lo que ocurría; y de manera activa cuando decidimos ignorar (por enésima vez) las salvaguardas más elementales para evitar la intrusión de conceptos claramente incorrectos mediante un juicioso análisis.

Las consecuencias de esta falta de atención crónica saltan a la vista: miedos, dudas, ideas equivocadas que influyen sobre la vida cotidiana, creencias que desafían (y que en muchas ocasiones prevalecen) sobre hechos aparentemente irrefutables, desconfianzas, una pobre o nula capacidad de razonamiento y toma de decisiones adecuadas, pero sobre todo, la total aniquilación de la naturaleza prístina del contenedor, que simplemente está ahí para recibir y guardar datos que nos pueden servir para hacer de la vida algo más llevadero, cosas prácticas que nos permiten resolver problemas sencillos y complejos, algo así como un tenedor que usamos eficientemente a la hora de comer y luego limpiamos y dejamos a un lado hasta la siguiente ocasión, sin cargar con el para todos lados, con el consiguiente engorro que esto traería.

Entonces, qué hacer? Dirán ustedes que la situación es irremediable. Sin embargo, gracias a la propia naturaleza del recipiente, es posible que le regresemos su intención primaria, comenzando por cuestionar todo lo que allí hemos almacenado, y si esto se antoja demasiado tedioso, al menos que revisemos atentamente aquellos contenidos que causan evidentes afugias. Es un trabajo laborioso, les advierto. Sin embargo, tal vez nos demos cuenta que, oh sorpresa, todo lo que hay allí contenido es completamente irrelevante para una vida plena.

Es esto un shock? De los shocks uno puede reponerse con relativa facilidad, sin embargo, si no acometemos la tarea, seguiremos estando atrapados en la rueda del hamster, atribuyendo (no sin razón) todas nuestras angustias a algo que está ahí fuera. Por qué digo que hay algo de cierto en esto? Precisamente porque todo ese “ruido” amplificado y contaminado por cada vez más datos inconexos e inútiles, es el que contribuyó, en primer lugar, a crear la confusión en la que hemos transformado la existencia.

Se puede hacer? Definitivamente si. Es cuestión de dejar a un lado todo aquello que consideramos “imprescindible” (y que sabemos de sobra que no lo es) y lanzarse a ello con seriedad y persistencia. La recompensa puede ser muy interesante.

Coda: Eso si, no olvidemos que el tiempo del que disponemos para lo que puede ser el oficio más importante de nuestras vidas, se está agotando y no hay razón para posponer aquello que puede llevarnos a la verdadera existencia.

 

Falske Premisser

A raíz de una interesante conversación con unos queridos amigos, surgió una reflexión sobre el motivo de las acciones que emprendemos a lo largo del tiempo. Si partimos del hecho de estar “en contra” de cierta forma de vida, la “reacción” será casi invariablemente, querer alejarnos del patrón original, lo que de por si ya elimina la posibilidad de crear algo nuevo, porque el acto de protesta está viciado por la causa, es decir, es una reacción a un estímulo que consideramos negativo.

Donde estará, entonces, la verdadera y “pura” creatividad? Es un misterio a todas luces, ya que bajo la premisa anterior, la inspiración queda reducida a ser una respuesta ante algo existente y que consideramos inadecuado, caduco o mejorable.

Curiosamente, las ideas frescas surgen de un estado de tranquilidad y atención hacia el mundo que no esté contaminado por juicios ni opiniones preconcebidas. Como este estado es tan difícil de alcanzar, por el eficiente y metódico condicionamiento a la gratificación inmediata al que se nos ha sometido en las últimas 2 décadas, últimamente todo es un refrito de lo que ya conocemos o como decíamos hoy, un caramelo o entrada “dulce”, diseñado para satisfacer una necesidad inmediata, un antojo, si se me permite la expresión, en lugar de optar por el plato fuerte; ese que requiere de una preparación concienzuda y elaborada para ser del agrado de quien lo consume, algo que despierte sensaciones diversas en lugar de la ramplonería copiada de “lo que funciona y vende”.

Paradójicamente, destruimos con entusiasmo todo aquello que nos conduciría a ese estado fundamental, con nuestra perenne insatisfacción que creemos saciar consumiendo a más no poder, pensando que en algún momento y de manera mágica, algo de aquello con lo que tropecemos tendrá la respuesta definitiva a nuestras preguntas o cuestiones existenciales.

Nisargadatta proponía: “Cualquier trabajo que hayas comenzado, complétalo. No te embarques en nuevas tareas, a menos que sean necesarias para una situación de sufrimiento y de alivio del mismo. Encuéntrate primero e incontables bendiciones vendrán. Nada beneficia al mundo tanto como el abandono de las ganancias. Un hombre que ya no piensa en términos de pérdidas y ganancias es realmente un hombre no violento, porque está más allá de todo conflicto”.

El detenerse a apreciar e investigar el origen de esa tranquilidad a toda prueba es la tarea última en la que idealmente deberíamos embarcarnos. El sumergirnos en aquello que nos rodea ahora sin anhelar o pensar que algo falta es un buen comienzo para hacer por el simple hecho de hacer y no para obtener un beneficio marginal al cabo de un periodo de tiempo. Sin embargo, la terrible voracidad a la que hemos sido acostumbrados hace de esto algo extremadamente difícil de entender y acometer. Sigo pensando que es posible si simplemente nos paramos a ver donde estamos, qué hacemos y sobre todo, nos preguntamos quienes somos con persistencia y seriedad hasta encontrar la respuesta.

dduL deN

Hoy reflexiones varias en un día nuboso y gris, que contradice por completo las agoreras predicciones de aquellos que nos quieren seguir sacando los cuartos a cuenta de una dudosa debacle climatica:

El trabajo se está convirtiendo en algo cada vez menos valioso, y no lo digo porque no sea necesario, sino por el hecho de que cada vez se aporta menos valor al trabajar. Cada vez abundan más los bien llamados “trabajos de mierda” porque nadie sabe con certeza cual es su razón de ser. Tal vez si pusiéramos un poco más de atención, nos daríamos cuenta que si se prescindiera de estas “posiciones” (que es como les dicen ahora a los puestos de trabajo de toda la vida), no pasaría absolutamente nada, o incluso mucho de lo que se hace funcionaría mejor. Quizá si la gente razonara en alguna medida, comenzarían a rechazar la tontería institucionalizada, pero claro, hay que seguir consumiendo, por lo que es mejor seguir callados y creyéndose muy importantes…

Por otro lado, y nuevamente a contracorriente de las modas impuestas, cada vez más me parece que las bicicletas y en general los vehículos de dos ruedas son un dolor de cabeza. Invaden las vías creyendo que son invulnerables e invencibles y pisotean los derechos de los otros integrantes del colectivo vial (llámense peatones o vehículos) porque creen (erróneamente) que “tienen derecho”.  En realidad, tienen las mismas o incluso menos atribuciones que los demás, especificamente por su intrínseca fragilidad al enfrentarse con moles de metal que pueden terminar con su vida o dejarles gravemente lesionados en un abrir y cerrar de ojos. Si tienen vías exclusivas, por qué invaden los carriles de los vehículos de manera inconsciente y temeraria? Por qué se le echan encima a los peatones? Y sobre todo, por qué tienen esa infinita soberbia de pensar que son superiores a los demás?

Y por último, el tiempo nos engaña haciéndonos creer que somos infinitos. La vida se escapa sutilmente mientras seguimos distraídos con cuanta tontería nos ponen en frente, haciendo que olvidemos que en cualquier momento “se acaba la moneda” y volveremos a la casilla de partida, sin ningún recuerdo de la experiencia pasada. Personalmente digo: no, gracias. El que quiera entender, que entienda…

Savoir être

Resulta dificil pensar (entre otras cosas que se han convertido en casi imposibles en estos tiempos peculiares) que haya una manera de comportarse o vivir adecuada a cada situación. De alguna manera vamos “tocando de oído” según lo que vaya ocurriendo en cada instante. Sin embargo, esta improvisación, normalmente permeada por el apego enfermizo a rutinas que en cierto tiempo fueron apropiadas, son causa infinita de frustración, tristeza, rabia y cualquiera otra emoción o efecto agudo que se les ocurra, que no hacen sino transtornar la frágil y elusiva tranquilidad en la que intentamos habitar este planeta.

El concepto de la Via Natural, que se podría reducir muy burdamente a la frase “Cuando tengas sueño, duerme y cuando tengas hambre, come”, es tal vez una alternativa viable a esta incertidumbre constante en la que hemos transformado la existencia. Simplemente quiero decir que nos hemos alejado astronómicamente de lo que constituye una realidad innegable: La vida tiene unos ciclos naturales que corresponden a patrones evolutivos desarrollados durante largo tiempo para garantizar unas condiciones apropiadas para prosperar como especie.

Si con la arrogancia que nos caracteriza como supuestos habitantes superiores de este territorio pretendemos modificar estas normas a nuestro acomodo, normalmente las consecuencias son casi siempre inmediatas y nefastas. No se pueden romper los equilibrios naturales con total impunidad desde nuestra supina ignorancia, esperando que el resultado sea favorable a nuestros vanos y efímeros caprichos.

Dicho de otro modo, el llevarle la contraria a la naturaleza se paga y caro. La insistencia enfermiza que tenemos para que un mecanismo tan complejo e intrincado como este planeta cambie según nuestras insustanciales necesidades ha ocasionado unos efectos que tal vez no podemos calcular ni concebir. O lo que es lo mismo, pensar que desde nuestra insignificancia podemos influir en reglas que van más allá de nuestra comprensión, es cuando menos motivo de risa.

El afán descontrolado por adquirir, sean objetos o experiencias, el no darle tregua al cuerpo en ningún momento con estímulos físicos o sensoriales, el mantener relaciones con terceros, sean o no cercanos, por miedo o comodidad o el despreciar las señales de advertencia inequívocas que nos envía el cuerpo gracias a nuestro comportamiento ignorante, van aumentando la factura, sin que casi nunca nos demos cuenta.  El despreciar los ritmos necesarios para subsistir de manera digna, llevándonos la contraria en todo momento, normalmente no tiene un efecto visible próximo, sin embargo, la inexorabilidad de las leyes, que han mantenido este hábitat funcionando incluso a pesar de nosotros no perdonan, y cuando llega el momento de saldar cuentas, normalmente no estamos preparados para asumir la obligación, sin que ello nos exima de su obligado cumplimiento.

El aceptar lo que viene en cada momento, tal como se presenta, sin darle vueltas ni añadirle florituras innecesarias, constituye la base de la Via Natural, esa tan lógica y necesaria, pero a la vez tan difícil y desagradable, según nuestros extraños y contaminados criterios.

Y para hacerlo un poco más claro si cabe, para el que tal vez no lo ha podido entender hasta ahora, vuelvo a parafrasear a mi abuelo que con una frase pudo resumir una filosofía de vida adquirida a través de la experiencia directa: “Los problemas no lo buscan a uno, UNO busca los problemas…”

Resistance is futile

A veces me encuentro haciendo cosas por la fuerza casi infinita de la inercia, ocupando mi tiempo en actividades que considero valiosas y productivas. El peso aplastante del pasado y sus dudosas victorias me hace repetir una y otra vez actos claramente caducos y obsoletos, que sin embargo en algún momento fueron “útiles” y me hicieron sentir algo menos inseguro en este plano confuso e implacable.

El asunto es que la vida transcurre y cambia, a veces sutílmente, a veces de manera violenta e imprevista, y la experiencia acumulada, como decía el anuncio aquel de los bancos, no garantiza resultados futuros. En otras palabras, lo rescatable de aquello que se ha vivido es mas bien poco y hay que hacer un gran esfuerzo para adaptarlo de forma medianamente decente a la realidad del momento. Y cuando se logra, me doy cuenta que ya ha pasado de moda otra vez.

La elusividad del momento presente, esa que hace que sea casi inasible por su fugacidad es a la vez un gran motivador y un motivo mayúsculo de frustración. Lo único que queda, parece ser, es una actitud de perenne curiosidad y apertura hacia lo que sea que venga.

Nisargadatta decía que el tener la mente ocupada todo el tiempo la corrompe y marchita. De la misma forma, el tratar de anticiparse a todo lo que posiblemente pueda ocurrir es el camino más seguro hacia la locura.

Obviamente, más fácil decir que hacer, como ya se sabe. Lo único que queda es la paciencia y la convicción sobre que todo tiene un orden natural en el cual no podemos intervenir, sino más bien adaptarnos humildemente a él. La resistencia es normalmente, imposible y ridícula, aunque creamos desde nuestra insignificancia que somos inmunes a los efectos de la ley natural.

Yo lo sigo intentando, una y otra vez, casi con la misma terquedad que caracteriza al impulso que busca en vano que todo siga igual, aunque no lo parezca…

Sobre lo innecesario

Últimamente he estado dándole vueltas al concepto de la via natural, o en otras palabras, al hecho de vivir sin llevarnos la contraria. Lo elaboro a continuación.

Hace un par de días comentaba con un conocido sobre la extrema complicación en la que hemos caído de manera inconsciente y casi que deliberada, pensando erróneamente que las máquinas, artilugios y cacharros varios, sin tener en cuenta las casi infinitas formas de (in)comunicación con las que nos han abrumado en los últimos 20 años, habían llegado para finalmente hacer realidad la soñada utopía del ocio permanente, “facilitándonos la vida”, “simplificando las tareas” y todas esas tonterías publicitarias con las que nos vendieron la premisa de que había que integrarlas en la vida para “ser más felices, perder peso y que tu pareja no roncara más”, si me permiten la broma…

Y ha resultado pasando lo contrario, o más bien, lo esperado que nos resistiamos a ver. La tal “descomplicación” se convirtió en una especie de hoguera de las vanidades, donde la tiranía de la presión constante, el infame FOMO (o el miedo a perderse algo) y la ansiedad del status destruyeron los pocos beneficios que habíamos atisbado. Y digo atisbado, porque en realidad nunca se plasmaron en una realidad ventajosa que trajera la tranquilidad que esperábamos y que tanto se esforzaron en vendernos.

Olvidamos lo importante, que es lo más simple: la tranquilidad, la humilde simplicidad de lo cotidiano y rutinario, el arte de conversar y el contentamiento con lo que tenemos enfrente.

Ahora lo que se estila es el correr a todo lado por sistema, mirar el reloj como si tuviéramos siempre algo más importante que hacer, ir a otro lado, sea real o virtualmente, enterarnos de lo último que ocurre así no nos importe lo más mínimo y claro, ignorar al otro por revisar por enésima vez un aparato lleno de ruidos, luces y colores que lo interrumpen todo.

La via natural es un concepto elusivo, que nos hemos empeñado en tergiversar y complicar (como no) para alejarnos de aquello que consideramos primitivo y “propio de la servidumbre”: Dormir cuando se está cansado, comer cuando se tiene hambre, tener un ritmo sosegado que respete los estados del cuerpo, entrar en actividad cuando sale el sol, prepararse para descansar cuando se pone, mantener el cuerpo, la casa y la mente aseadas y en buen estado, ocupar el tiempo sólo cuando es necesario, evitar el gasto innecesario de energía, ser exquisitamente selectivo con el uso de nuestra atención y sobre todo, apreciar el silencio, sin tener la necesidad compulsiva de llenar los espacios cuando no hay nada en ellos.

Suena fácil, sin embargo, nos hemos vuelto expertos en transgredir lo sencillo en aras de lo complicado y superfluo porque “viste más” y nos permite ser más fácilmente aceptados en una sociedad cada vez más corrupta y enferma.

Por último, una idea: a veces nos paralizamos y no nos decidimos a volver al camino fácil por haber invertido tiempo y dinero en objetos o experiencias que nos prometian alegría y felicidad. Lo hecho, hecho está. Y siempre podemos reconducir nuestro vivir si somos conscientes de lo que tal vez hayamos hecho no tan bien.

Sobre lo insustancial

El otro dia reflexionaba sobre la poca materialidad que nos caracteriza desde hace unos cuantos años. Todo se ha vuelto etereo, intocable, inalcanzable e imperceptible. El adquirir un bien se ha convertido en una experiencia aséptica y totalmente impersonal. Ya no hay una interacción cercana y amigable con quien nos atendía en una tienda convencional, una conversación sobre nuestros intereses y necesidades, el preguntar sobre la historia o el origen de las mercancias en cuestión. Ni siquiera un ligero contacto físico o verbal.

Incluso si vamos a un lugar a comprar, la persona que nos atiende (si tenemos suerte) está dispersa y muy probablemente más pendiente de su artilugio tecnológico que de lo que está pasando a su alrededor. Quienes nos acercamos a su local no somos más que meras distracciones o molestias de quienes librarse de la manera más rápida posible.

El tocar, percibir con los sentidos, más allá de una pantalla o interfaz de cualquier tipo, se ha convertido en una rareza extraña. Una cuasi amenaza para la “limpieza” impoluta del ciberespacio. Preferimos muchas veces, salir del paso de manera rápida e indolora, para no desplazarnos, no incomodarnos, no complicarnos, no cansarnos, no acercarnos o no hablarnos.

Y esos lazos invisibles que nos unen sutilmente como seres humanos se van desvaneciendo sin que nos percatemos, convirtiéndonos en aún más raros los unos para los otros, e incluso en potenciales amenazas imaginarias.

Y así con todo lo demás: el entretenimiento, la (des)información, los cada vez mas complicados viajes físicos y todo lo que se les ocurra. “Es el signo de los tiempos”, diría alguien, sin embargo, no creo que el retirar ese contacto de manera forzada sea ni sano ni aconsejable, porque las cosas pasan cuando pasan y no cuando alguien decide que hay que pensar o actuar de determinada manera…

Endless Distractions

Últimamente he reflexionado (actividad casi que proscrita y condenada al desuso) bastante sobre los múltiples agujeros negros a los que nos vemos expuestos y, de alguna forma, empujados por la adicción artificial a la adrenalina para la que hemos sido paciente y concienzudamente entrenados en los últimos 20 años.

El mantenernos distraidos es la consigna. No poder concentrarse en absolutamente nada que no produzca el “chute” correspondiente fue la orden y lamentablemente, para la gran mayoría de la población, se logró con todo éxito.

El leer un libro tranquilamente, por ejemplo, sin querer salir corriendo a consultar esto o aquello en Internet, que falsamente creemos que “contribuirá” a la experiencia es ahora tan normal como perder horas de sueño por el juego o los videos de moda. Y si a esto añadimos la “portabilidad” de infinidad de aparatos que nos permiten “estar conectados” (o al menos eso fue lo que nos vendieron, bajo la premisa de mantener, cultivar o mejorar las relaciones con otros seres humanos), ya no hay lugares seguros donde podamos estar simplemente en ese momento presente, porque el miedo a perdernos de algo (el famoso FOMO en inglés) nos quita la posibilidad de aquietar la mente y nos deja a merced de los deseos inacabables de ver / escuchar / experimentar / comentar / opinar / disentir y cualquier otra posibilidad derivada de la conexión permanente y casi que obligatoria a la que nos aventuramos cada vez que interactuamos con ciertas tecnologías.

Parece que olvidamos por completo que estos cacharros y sus derivados fueron concebidos para ser una herramienta que se usa y se deja a un lado, como un tenedor o una cuchara, tan pronto como hemos terminado de emplearlas para lo que las necesitamos.

Eso si, si nos atrevemos a sugerir que ese comportamiento es problemático, la “enfermedad” está tan normalizada que lo que seguramente obtendremos es una mirada reprobatoria y un despectivo: “Qué? Qué pasa? Solo me estoy divirtiendo / distrayendo por un rato” o algo del estilo, en el mejor de los casos. Horas y horas que se van a algún lugar donde no se podrán recuperar jamás…

Ya casi todo está contaminado: la música, la televisión y el cine, los libros, las actividades al aire libre, las interacciones con personas… El prescindir de las mediciones / comparaciones / demostraciones es ahora tan raro como pensar que hace tan solo unos pocos años no pensábamos de ninguna manera en mostrar al mundo todas y cada una de nuestras actividades cotidianas para someternos al escrutinio público con alegría y anticipación, incluso si la retroalimentación (como ocurre casi siempre en estos tiempos) es destructiva y tóxica.

Lo más preocupante es lo que se ha dado en llamar la “parálisis del análisis” o en otras palabras, el tener tantas opciones a disposición que es fácil olvidar para qué estamos buscando lo que supuestamente queríamos y acrecentar cada vez más un miedo cerval a equivocarnos si es que no tomamos la decisión correcta “teniendo toda la información disponible”. Y cual es el efecto? Que seguimos buscando, comparando, sopesando y sintiéndonos cada vez más incapaces de elegir una opción ante tanta “variedad”.

En fin. Puede que estas reflexiones sean el producto de la añoranza de tiempos más civilizados, simples y elegantes. Supongo que la belleza de lo cíclico de la existencia es que siempre existe la posibilidad de entrar en razón una y otra vez, si es que logramos librarnos de la vorágine de la contínua estimulación y la promesa de que lo siguiente que consumamos nos tranquilizará sólo por un rato más…