El otro día escribía que muchas veces enfocamos todas nuestras energías hacia la consecución de ciertos objetivos que nos parecen correctos, pero que en realidad muchos de ellos han sido impuestos por la sociedad (un buen trabajo, un sueldo alto, un buen coche, la pareja perfecta, la casa de ensueño, con jardin y perro, el poder y el éxito, etc.), y la mayoría de las veces nos dejamos llevar sin oponer demasiada resistencia, porque creemos que es “lo que hay que hacer”.
He tenido la oportunidad de vivir de primera mano muchos de ellos, y al final me he percatado que cuando pasan la emoción y alegría iniciales, se convierten en hechos del pasado, carentes del sentido que les dimos cuando comenzamos a tratar de obtenerlos. En particular, la experiencia con el dinero ha sido una especie de montaña rusa: cuando no lo tienes, quieres tener mucho, y cuando comienzas a disfrutarlo, el tener más se convierte en el nuevo objetivo, pero el grado de satisfacción no aumenta de la misma manera, contradiciendo aquel principio económico de la insaciabilidad: el tener más no implica necesariamente ser más felices o disfrutar en mayor medida. Y comencé a pensar que a pesar de ser necesario, el dinero nunca nos permite acercarnos a nosotros mismos de manera honesta y sincera, principalmente porque lo destinamos en la mayoría de las ocasiones, a satisfacer necesidades ajenas (impuestas) o por nuestro afán de compararnos con los otros y “ser mejores”.
A que viene todo esto? A una cosa muy concreta: el recuperar los pequeños placeres de la vida satisface mucho más y no tiene precio, pero lo olvidamos frecuentemente gracias a la idea preconcebida de que lo exterior es más importante que lo interior.
Hoy estuve tomando un refresco con un amigo al que no veía hacía mucho (Alberto: lo tenemos que repetir más a menudo y sin prisas!) y luego de despedirnos, me puse en marcha. Por el camino decidí que quería dar un paseo y estuve pedaleando sin pensar en nada durante casi una hora, sintiendo el esfuerzo de mis músculos y el aire en la cara. Al final, aparqué la Beixo y me senté en un banco a contemplar el rio que pasa cerca a mi casa, cómo se mecían los árboles con el viento y la gente que pasaba por allí. Volví a casa lleno de energía y con una sensación de tranquilidad fantástica. Y todo esto no me costó absolutamente nada…