El experimento finalizó un poco abruptamente. En realidad, la desconexión total duró sólo un par de días, por varias razones. No me quiero justificar ni mucho menos, pero el saber que tenemos la posibilidad de resolver un problema pasando unos minutos u horas frente a una pantalla, hace que los otros métodos parezcan arcaicos e inconvenientes.
Por otra parte, deshacerse de la inercia después de tanto tiempo es más difícil de lo que creía. Si bien es cierto que ahora paso muchas menos horas conectado, y mis amigos me lo dicen, todavía me cuesta no saber que está pasando “ahí fuera”. Lo que si he conseguido es permanecer aislado del bombardeo de noticias por radio, televisión y periódicos o revistas, (algo así como repetir esta experiencia, aunque con carácter indefinido) tanto online como offline, desde que comenzó el año, y la verdad, me he sentido más tranquilo sin que me estén recordando constantemente que el mundo llega a su fin por la tan cacareada crisis económica, o porque el clima esté haciendo cosas muy en línea con lo que estamos haciendo todos con el planeta.
Es posible vivir asincrónicamente en este sentido, pero también hay que entender que la información se convierte en una adicción complicada de manejar, porque la asocio (asociamos) con el poder, con el que “no me cojan desprevenido”, con el “pude hacerlo más rápido / barato o mejor por saber…”. La cultura del “no error” en la que nos hayamos casi que impide tener ratos de solaz, alejados de todo tipo de tecnología.
De todas formas, no creo en los extremos, y si algo aprendí con esta experiencia, es que si quiero limitar o eliminar algún factor de mi vida con el que no quiera contar más, lo mejor es ir gradualmente, en especial si se trata de un hábito ya viejo y hábil como es la dependencia de la información. Y, para terminar, el vivir aislado para darle la espalda a los problemas que nos acechan me recuerda peligrosamente al avestruz que esconde su cabeza en un agujero con la esperanza de que el peligro pase por encima sin darse cuenta…