Muchas veces damos por sentado que la vida es de una u otra forma. Y simplemente transitamos por la existencia esperando secretamente que todo siga igual y que nada de lo que consideramos cercano o personal cambie de manera sustancial en un plazo de tiempo razonable.
Y bueno, a veces sale bien por un tiempo; sin embargo, el equilibrio universal tiene una forma interesante y despiadada de recordarnos no tan amablemente (si es que aquello que regula todo lo que ocurre tiene algún tipo de conciencia como la nuestra, cosa que imaginamos y creemos para tratar de entender lo que pasa desde nuestra limitada y miope perspectiva humana) que las cosas simplemente son como son y que lo que consideramos seguro y estable no es más que un momento fugaz que casi siempre pasa desapercibido por nuestra proverbial distracción y avidez infinita de más y mejores distracciones.
El asunto es que no nos damos cuenta y cuando tenemos la rara oportunidad de hacerlo, lo olvidamos tan rápido como llega el siguiente objeto brillante y atrayente que simplemente nos vuelve a dejar en la estacada cuando su falso encanto desaparece, y así sucesivamente, preguntándonos de cuando en cuando por qué las cosas siguen igual…
El ignorar que estamos sujetos a todo tiempo de acontecimientos, grandes o pequeños, en cualquier momento de nuestro caminar por este planeta se antoja gracioso y hasta grotesco, porque sabemos de sobra que en cualquier momento sale nuestro número y que debemos enfrentar aquello que surja de la mejor manera posible. Y el considerar esta idea, así sea de reojo, podría ser una invitación a dos cosas: prepararse lo mejor que se pueda y por otro lado, a recibir con los brazos abiertos lo que sea que venga en nuestra dirección, cosa que puede parecer un contrasentido cuando lo que recibimos no es de nuestro agrado, sin embargo, tal vez sea la mejor manera de afrontar la incertidumbre constante en la que vivimos, así insistamos tercamente en sostener que no es así…