El fino arte de no hacer nada

El otro día alguien me preguntaba a que me dedicaría si me tomara un sabático. La respuesta automática fue “me entregaría por completo al fino arte de no hacer absolutamente nada”. Y tal vez la respuesta tiene mucho que ver con un hastío mayúsculo hacia la ingente cantidad de compromisos, distracciones, decisiones, obligaciones, apariencias y “mantenimiento de imágenes” a las que estamos sometidos todos y cada uno de nosotros durante el transcurso de la vida.

La lógica podría indicar que a medida que pasa el tiempo deberíamos volvernos más selectivos sobre cómo lo usamos, pero en su lugar hay una especie de vórtice invisible que, en lugar de alejarnos de toda esa vorágine de falsas ocupaciones (viajes, compras, reuniones, etc.), nos arrastra más y más hacia ellas, porque “es lo que hay que hacer / decir / pensar / mostrar”, sin darnos tiempo a cuestionar si es lo que queremos en realidad o si nos ponemos a ello con alguna falsa excusa (los hijos / la familia / los amigos / la inercia / el miedo / el aburrimiento…)

Y no se engañen, el no hacer nada no es tan fácil como parece. Requiere de tiempo y dedicación exclusiva para no ceder a los cantos de sirena de un futuro mejor que siempre está a una compra / viaje / fiesta / comida / evento de distancia. Debo confesar que me considero un neófito en el tema, sin embargo, creo que con algo de voluntad y dedicación, supongo que podré desarrollar la habilidad necesaria para volverme competente en este “oficio”…

 

La razón o la vida

Tarde tranquila de domingo paseando por la ciudad. Entramos a un aparcamiento con la precaución que la maniobra amerita. Vemos un niño que quiere cruzar la entrada del lugar y que al ver nuestro auto, prudentemente se detiene. Su mamá, a lo lejos le grita: “Pasa, pasa!” sin percatarse, creemos, que estamos entrando. Al final, el niño cruza después de haber entrado nosotros al sitio.

Cuando estamos aparcando, se acerca un hombre que nos dice en tono de reprimenda: “Tengan cuidado! Había un niño cruzando! Hay que bajar la velocidad cuando hay niños en la via!”. Yo lo miro con curiosidad y simplemente asiento sin decir palabra. El hombre se aleja, satisfecho, creo, de haber cumplido, según su criterio, con su deber de padre responsable.

La lógica más elemental dice que cuando estamos en un estacionamiento, hay que extremar las precauciones y no dejar niños pequeños sin supervisión porque circulan muchos vehículos entrando y saliendo. El buen señor que nos reprendió no tomó a su hijo de la mano, en previsión de males mayores y su mamá, creyendo que sabía más que el pequeño, le animó a cruzar, ignorando el buen juicio de la criatura, que le permitió ver que había un peligro en su camino, deteniéndose por un instinto elemental de supervivencia.

Conclusión: No hubo ningún incidente que lamentar, cada uno siguió su camino, y los padres del niño se fueron creyendo que por haber conservado la razón son mejores personas y arriesgando, quiero pensar que sin saberlo y de manera no deliberada, la vida de su hijo para conseguir una dudosa “victoria” moral.

La parte cómica del asunto se quedó en que el abnegado padre de familia buscó pelea donde no la había y se encontró con un silencio vacío de contenido y un gesto de asentimiento que le dio a entender, sin violencia ni segundas intenciones, que su mensaje había sido recibido. Su intento de tranquilizar su conciencia por un error que pudo haber tenido graves consecuencias, quedó, para bien o para mal, algo frustrado…